En la búsqueda del equilibrio entre el desarrollo académico de las universidades y el desarrollo material transita la academia. Son momentos, o como lo diría el filósofo Karl Jaspers refiriéndose a la vida misma, son instantes. Y como los académicos vivimos en espacios tan estrechos, ni cuenta nos damos de esos instantes que componen la vida. Y me parece que no lo notamos porque cada vez más nuestro actuar científico se confunde con lo cotidiano ético-político, con lo cotidiano estético; y en esta confusión, no caemos en la cuenta de que con nuestras actuaciones estamos produciendo ciudad, estamos produciendo país, y que, además, somos autores de esa versión que narramos desde las aulas, de que transformamos este país para lograr una vida razonable, es decir, una Colombia justa, incluyente y solidaria.
La visión esperanzadora que tenemos muchos de que debemos pensar en los próximos 300 años y configurar pensamiento es lo que, a mi juicio, nos moviliza y nos facilita estarnos encontrando de forma permanente. Desde aquí puedo decir que, con los ciudadanos, podremos revitalizar lo que alguna vez la Comisión de Sabios dijo que había enormes distancias entre la Colombia real y la Colombia posible, y que era necesario generar pensamiento para incrementar la producción de riqueza y aprender a redistribuirla, y no caer en la trampa de muchos países que lo único que hacen es redistribuir pobrezas. Para el efecto debemos aprender a entender que la historia que hemos vivido en este país, nos tiene que lanzar a construir una nueva manera de ver y hacer las cosas.
Muchos de nosotros estamos quizás encapsulados en la simple observación del Acuerdo que se firmó entre el Gobierno y las Farc; pero cuando se mira con detenimiento este Acuerdo, a veces se nos olvida que entre 1812 y 1886, Colombia sufrió nueve guerras civiles nacionales; además de otras 14 consideradas por los expertos como de menor valía y que se desarrollaron en las regiones, más las otras revueltas y conflictos internos. No recordamos, por ejemplo, las guerras entre centralistas y federalistas (1812-1815); la Guerra de los Supremos (1839-1841); las guerras civiles de 1851, 1854; entre 1860 y 1862; entre 1876 y 1877; entre 1884 y 1885; 1895; y la Guerra de los mil días (1899-1902). Y cuando olvidamos esta trágica historia que registra el ansia de ganar el control del poder en este Estado-Nación que llamamos Colombia, lo más probable es que estemos equivocados cuando hacemos valoraciones de guerra y paz. Como yo lo veo, esto se ha debido a que empezamos a hacer una construcción de una historia que es demasiado corta, porque nuestras identidades no alcanzan a ser configuradas de forma clara, porque mucha de nuestra tradición histórica, cultural y social está oculta en lo que algunos podrían llamar una especie de inconsciente colectivo que no nos deja comprender lo sufrido, y porque no hemos aprendido a valorar el sentido de la guerra en la maduración del Estado-Nación. Hay quienes dicen que parte del desarrollo europeo es por 13 siglos de guerra. Es probable; yo no lo descartaría. El hecho es que los europeos asumieron su propia y particular modernidad.
En cambio, nosotros no atinamos a valorar el sentido de modernidad que debemos configurar para los latinoamericanos, que no es la modernidad eurocéntrica. Nuestro sueño no es ser Europa, nuestro sueño no es ser Estados Unidos; nuestro sueño es ser Colombia, nuestro sueño es ser Latinoamérica. Y justamente ahí digo que la ausencia y pobreza de este país, no está en el capital, no está en la falta de riqueza del subsuelo ni en el bajo potencial ecológico. Por el contrario, de todo esto hay, y de sobra. Estoy convencido de que nuestra pobreza es de pensamiento, nuestra pobreza es de riesgo; nuestra pobreza es de no añorar posibilidades para los otros. Y esto debería contrarrestarse por el reconocimiento que hacemos de los otros; con este reconocimiento transitamos hacia convertirnos en sujetos morales, en ciudadanos. Me parece que si logramos esto, podemos conseguir consolidar el sueño democrático de país que muchos soñamos.
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