Las palabras catástrofe, desastre, fatalidad, desgracia, siniestro…, no son suficientes para describir lo que sucedió en Mocoa, entre la noche del 31 de marzo y la madrugada del 1o de abril, cuando torrenciales lluvias provocaron desbordamientos de los ríos Mocoa, Mulato y Sancoyo, lo que generó deslaves y cantidades alarmantes de flujos de lodo que terminó arrasando 17 barrios del municipio, de los cuales cinco quedaron sepultados. En cifras que, seguramente, a hoy ya quedarán desactualizadas, el Gobierno dijo que unas dos mil 800 personas, es decir, casi 600 familias son las damnificadas. Y para completar el panorama, ya hay estudios que registran que esta tragedia podría presentarse en por lo menos 385 sitios más en este país.
Lo que pienso ahora es que el número de ciudadanos que deben abandonar sus tierras por este tipo de catástrofes naturales, es mucho mayor que el de aquellos que han tenido que desarraigarse por culpa de la guerra. A estos hombres, mujeres, niños y ancianos se les llama “desplazados ambientales.” Es un hecho que cuando se dan asentamientos humanos en zonas de alto riesgo, no es muy difícil prever los daños que pueden resultar de fenómenos naturales, lo que implica daños irreversibles para las vidas humanas, las viviendas y la infraestructura de las ciudades. Esto conlleva cada vez mayores procesos de migración con las consecuencias que esto tiene.
Por supuesto no se puede desconocer que el calentamiento del planeta ha generado cambios importantes en el sistema natural. Millares de ciudadanos han sufrido largos períodos de sequías, de lluvias, de incendios…; y esto, por obvias razones, trae consigo, hambre, enfermedades y muerte. Sumado a esto, es necesario reconocer que la población se incrementa de forma vertiginosa, y muchos ciudadanos –por lo general, los más vulnerables– se ubican en zonas urbanas precarias en donde, incluso, el Estado no les puede prestar asistencia ni siquiera en lo más básico, lo cual afecta de manera grave el desarrollo de un país.
En el mundo, los desastres naturales son cada vez más frecuentes y mayor su número. Los expertos referencian que la cifra alcanza los 400 en las últimas dos décadas. Según el Consejo Noruego para Refugiados en el 2008, hubo aproximadamente 20 millones de personas que se vieron obligadas a dejar sus territorios. La cifra es de hace ocho años; hoy, con seguridad e infortunadamente, deben ser por lo menos unos 30 millones los “desplazados ambientales”, número que probablemente para el 2050, podrían ser 200 millones. Sin palabras.
Pero lo importante aquí, es que no debemos seguir pensando que estos desastres naturales se producen por la ira de algún ser sobrenatural, despiadado y vengativo. El comportamiento irrazonable del ser humano, de nosotros los ciudadanos, ocasiona estos problemas que se vuelven muchas veces difíciles de predecir y de atenuar. Somos nosotros los responsables.
No obstante, y si aprendiéramos de estas fatales experiencias, sería importante que los gobiernos y los ciudadanos, junto con la academia (no hay que olvidar quees un asunto de corresponsabilidad) pensáramos en una especie de estatuto del refugiado para los migrantes que estén en estas condiciones por causas climáticas.
Con todo, es importante insistir en que los desafíos del cambio climático y los asuntos ambientales constituyen, y de manera urgente, mayor atención en la agenda de los gobiernos locales, departamentales y nacionales. Es fundamental presentar alternativas que defiendan los bienes comunes de la especie humana y que son de todos: el aire, el agua (el agua dulce), los acuíferos (ríos, mares, lagos, océanos), las tierras comunales, las semillas, la biodiversidad, el lenguaje, el paisaje, los genes.
Lo sucedido en Mocoa, nos deben invitar a pensar en la clase de civilización por la que debemos propender: por una civilización biocéntrica, es decir, que gire en torno a la vida, lo cual significa respeto por los derechos de la naturaleza y por el buen vivir.
Que los ciudadanos mocoanos reciban un abrazo de solidaridad de la sociedad académica y administrativa de la Universidad de Manizales.
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