El sentido de desesperanza que se les ve en los rostros a millares de ciudadanos refleja que lo que sienten es que viven en lugares en donde la justicia ni cojea ni llega; que cada vez más hay una creciente desigualdad y exclusión; y que su pequeño mundo económico y financiero está muy lejos de proporcionarles bienestar, dignidad, y la satisfacción de sus propias necesidades, así éstas sean mínimas. Muchos saben que hay una fatal concentración del poder económico y político que termina por excluirlos y discriminarlos.
Hay quienes sienten que viven en una ciudad bipolar: habitan un barrio marginal y ven que el barrio vecino es lujoso o, cuando menos, que allí no falta nada. Aparecen proyectos de gentrificación que terminan por desplazar a poblaciones de bajos recursos económicos que viven en sectores marginales, bajo el pretexto del progreso y la belleza urbanística. Muchos ciudadanos del sector rural, por poner un ejemplo, ven, sienten y sufren cómo se quedan sin su tierra, resultado de los agronegocios, o de las minerías extractivas; y a otros tantos, nos duele que haya tierra sin campesinos. Nuestros jóvenes, por poner otro ejemplo, se preguntan una y otra vez qué oportunidades reales encuentran en sus propias ciudades, máxime cuando se enteran que las Naciones Unidas dicen que el 85% de los nuevos empleos en el planeta, le toca quedarse en la llamada economía informal.
Este tipo de situaciones es la negación concreta de otros derechos: económicos, culturales, políticos, sociales, lo que de hecho conlleva que se vea afectada la educación, la salud, el trabajo…; incluso, la misma participación ciudadana. Y, claro, surge la pregunta que he hecho tantas veces en este espacio: ¿cuál es la clase de ciudadanos y de cuál democracia estamos hablando y construyendo en estas ciudades bipolares?
Yo creo que no debemos seguir por este camino en el que los ciudadanos han perdido la idea de que tienen derecho a la ciudad y a la tierra. Las intermitencias de un sueño colectivo por una vida mejor y más digna, deben dejar de ser eso: en algunas cosas estamos juntos y nos solidarizamos, pero al día siguiente cada uno piensa y sigue su propio camino sin pensar en los demás, absorto en sus íntimos miedos.
Pienso que es un derecho colectivo y un deber moral democratizar la sociedad y la planificación urbana. No es un asunto simplemente de decir que los ciudadanos tienen derecho a…, sino que es fundamental transformar y renovar la ciudad. Y para ello es urgente y necesario aprender a participar en la democracia participativa, máxime cuando se trata de decisiones que afectan la vida y dignidad de los ciudadanos.
Manizales se merece que juntos pensemos en la infinita potencialidad materializada, por citar un caso, en las universidades: un gran campus universitario que, de hecho, cuenta con una oferta académica amplia, resultado de un valioso grupo de profesores de alto nivel que permite la formación de profesionales honestos y responsables; un campus que dispone de una espléndida actividad cultural y deportiva incluyente y solidaria.
Manizales no se merece que sigamos profundizando en nuestros miedos personales. Todo lo contrario, se merece nuestro mayor deseo colectivo por volverla a hacer grande y que tenga resonancia en todo el país, tal y como lo hicieron muchos de quienes nos antecedieron. Su impronta debemos volver a encontrarla, juntos, para que ciudadanos de ‘a pie’, al igual que arquitectos, médicos, psicólogos, abogados, filósofos, matemáticos, sociólogos y muchos otros, conversemos sobre la Manizales que soñamos: Estoy convencido de que juntos debemos diseñar marcos legales y morales, con los que podamos construir orientaciones transparentes de políticas urbanas acordes con las preocupaciones de los ciudadanos por una vida mejor y más digna. Así es la Manizales que me sueño, pensando juntos, sin intermitencia alguna.
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