Me pregunto si hoy en día lo político tiene como misión la de asegurar y mantener la paz civil, lo que los expertos denominan la paz social en la civilidad. Si así fuese, habría que entender un loable espíritu de laicidad, máxime en un país en donde se confunden fácilmente lo teológico con lo político, a sabiendas de que son ámbitos distintos e igualmente respetables.
Me parece que la laicidad tiene la enorme virtud de que el vuelo que emprenden los ciudadanos está animado por el espíritu crítico, por el pensamiento crítico. Esto, por supuesto, implica asumir una postura que va desde la ética de la convicción hasta la ética de la discusión, lo que yo preferiría llamarla como ética de la conversación. En este sentido, cada ciudadano (y no solo los más competentes) no debería ser excluído de las comunicaciones que se presenten. Los argumentos debieran, en cualquier situación en la que se encuentren los ciudadanos, ser conducidos de manera igualitaria a la consideración de todos y tomados en serio, discutidos con prudencia, sin afanes periodísticos o mediáticos; debieran ser libres y racionalmente examinados, sopesados, para finalmente ser aceptados o rechazados. Desde mi prejuicio, he aquí, en esta postura ideal de la argumentación pública, que emerge la posibilidad de la búsqueda de una reconciliación (hay quienes le llaman reconstrucción, no me suena mal tampoco).
Pensando en nuestro país, en nosotros los ciudadanos, creo moralmente necesaria la exigencia de comprender mejor y con suma sindéresis quiénes somos; al igual que diseñar relaciones de reconocimiento de los demás, es decir, de reconocernos de manera recíproca. Sin embargo, las maneras como estoy viendo día tras día, semana tras semana, nuestros comportamientos, las formas como nos relacionamos con los otros, no facilitarán el logro de nada que se le parezca a una paz ni siquiera imperfecta. Pareciera que nos da miedo la tranquilidad, la convivencia. A veces siento que las historias cotidianas y simples de miles de ciudadanos, no las aceptamos; y éstos no logran entender por qué no pueden ser susceptibles de ser compartidas. Se nos ha endurecido el corazón y solo aceptamos con fiereza (si se me permite el término) las palabras de quienes nos gustan.
Así no se conversa. Así no se construye la vida. Es menester reducir los márgenes de irrespeto y ampliar los de la solidaridad, que no es otra cosa que reconocer las historias, los sueños, los anhelos, las esperanzas de los otros, incluso, de quienes están ahí muy cerca, muy próximos, es decir, de los prójimos.
Creo que el diseño de una ética de la conversación es necesario. Debemos aprender a girar alrededor de los intereses de los demás; a la larga, son nuestros mismos intereses. Reitero la trascendencia de la reconociliación que los colombianos debemos buscar, pero solo lo podemos lograr, me parece, si activamos las cargas utópicas de soñar un país mejor, con veredas, barrios, ciudades y regiones, en donde los ciudadanos nos sentemos a escuchar de manera serena y tranquila lo que los otros nos dicen. Nos daremos cuenta, quizás, de que sus historias, son nuestras historias.
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