¿Quién no habrá dicho y repetido que vivimos en una sociedad caracterizada por grandes y constantes cambios? No creo que podamos, de manera razonable, no admitir que el cambio no es un problema, sobre todo si aceptamos que la realidad es contradictoria, variable; que nos encontramos con cosas que pueden ser y no ser a la vez: llorar de alegría, por ejemplo; o, como decía un poeta francés “¡Oh, Señor!, qué guerra cruel, hay dos hombres en mí.” El filósofo griego, Heráclito de Éfeso, repetía que “en los mismos ríos entramos y no entramos, (pues) somos y no somos (los mismos).” El argumento es fuerte: el río no deja de ser el río, en la medida en que el cauce que conduce el agua es permanente, pero por otra parte, el río fluye, sigue cuesta abajo (o cuesta arriba), cambia. La vida es contradictoria, es cierto; pero también lo es que los opuestos no se contradicen, por el contrario, forman una unidad en la diversidad.
Y cuando nos encontramos con amigos que piensan que todo sigue igual, que nada cambia, que siempre es lo mismo, es porque creen ciegamente en la razón; no admiten otra cosa que lo que dictamina la razón, su razón: solo la razón da y quita; no aceptan que una persona sea ella y otra al mismo tiempo; todo es exacto, sujeto a reglas, a normas que no se pueden cambiar.
Quizás estas dos posturas, estas dos maneras de ver el mundo hacen que no nos entendamos como sociedad. Quienes creemos que las cosas cambian, que cuando nos encontramos con otros ciudadanos en la calle y nos detenemos a conversar, una vez que seguimos el camino, ya no somos los mismos; algo en nosotros cambió (aunque no nos demos cuenta). Por eso, creo que debemos aprender y aceptar que hay otros que no creen en el cambio. Me parece que podríamos lanzar la hipótesis de que los primeros forman parte de sociedades abiertas, plurales, diferentes; en tanto los otros, pertenecen a sociedades cerradas, fijas, determinadas; éstos siguen creyendo que el destino está trazado y que no son autores de su propia vida.
En sociedades abiertas, los cambios traen consigo desafíos que hay que enfrentar. Y qué organización mejor que las universidades para entender esto y no dejar que estas realidades diversas perturben su naturaleza. Es cierto que la globalización, como proceso multidimensional, presenta un acelerado incremento tecnológico de la informática y de las telecomunicaciones, sin dejar de mencionar que lo económico y lo financiero arrastra lo que se le cruce en el camino. ¿Resultado? Que la economía global no ha permitido la conformación de una real sociedad global en la que la equidad, la solidaridad y la justicia sean el pan de cada día.
Por eso, frente a estos cambios (tortuosos, ladinos) las universidades son las llamadas para pensar y diseñar de manera crítica los fenómenos de la globalización y del llamado progreso; deben convertirlos en objetos de estudio, a partir de miradas críticas y rigurosas; y hacerlo desde los micro currículos. Es evidente que estos cambios deben motivar a las universidades (y a la academia en general) para que desde posturas muy creativas, muy imaginativas, revisen sus funciones misionales y las sumen a la conjunción de actitudes razonables, con el propósito de diseñar estrategias que consoliden la libertad, la solidaridad, la inclusión, la justicia y la equidad.
Por supuesto que nos debemos insertar en la economía mundial, pero a partir de volvernos altamente competitivos, aprovechando la tecnología, dándole un adecuado manejo a la información, estimulando las habilidades y competencias de nuestros estudiantes y profesores. Quizás así contribuyamos con incrementar la calidad de la educación con la que estamos comprometidos; y no olvidemos que el horizonte nos muestra la imperiosa necesidad de que nos reconozcamos en la diferencia, que comprendamos que al saber que somos diversos, que fluimos en el río de la vida, es quizás nuestra mejor oportunidad para construir y consolidar una democracia justa y equitativa. Tal es el cambio que requerimos con suma urgencia.
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