Quizás una de las mayores sagas épicas, urdida por una mente fuera de este mundo, es Cien años de soledad. La obra magna de nuestro Nobel Gabriel García Márquez. Es toda una aventura de la imaginación, como lo es la educación. Una aventura que busca encontrar un gran relato para todos, aunque lo que en aquella se anuncia sea la crónica de la muerte, es decir, de la soledad.
Gabriel García Márquez muere el 17 de abril del 2014, y su obra, especialmente Cien años de soledad, es la esponja que absorbe toda la realidad de un mundo complejo y que refleja muy bien en su maravilloso discurso cuando recibió el gran Premio y que denominó La soledad de América Latina.
A veces hemos sostenido que, de manera paradójica, somos una sociedad de solitarios. En tiempos de Melquíades, los ciudadanos se aferraban al menor atisbo de humanidad que pudiera presentarse en cualquier esquina, porque la mayor certeza con la que contaban no era otra cosa que el pesimismo y la impotencia. Hoy, la aventura que nos brinda la educación y, con ésta, las ciencias, nos permiten amortiguar un poco los miedos, no obstante, pisar amplios terrenos de incertidumbres. Y justamente aquí, me parece, es en donde radica la diferencia: seres como Melquíades sabían que podían explicar el por qué creían que los dioses los castigaban, aunque esto les doliese; hoy, los seres contemporáneos, de la mano de la ciencia, no lo podemos explicar. Pareciera que el mito y la magia no tuvieran cabida en nuestras aulas de clase.
Tal vez hay mucho de razón cuando surge la pregunta de, a la postre, para qué nos han servido las ciencias y las tecnologías, si ni siquiera somos capaces de reconocernos ni de respetarnos; si lo que hacemos es sucumbir a la barbarie de la guerra y de la crueldad. Yo entendería este comportamiento irrazonable como el fruto de una inmensa soledad.
Y esto es lo que desde hace 50 años, nuestro premio Nobel comenzó a preguntarnos. Y creo que no hemos sabido darle respuesta. 50 años en los que Úrsula dice que la historia es una “maldición circular y recurrente, terriblemente obstinada.” Mi prejuicio es que a los académicos nos falta ser más fabuladores y menos ilustrados; más poetas y menos crueles; más soñadores y menos arrogantes. Creo que la poesía conjura la maldición encerrada en una ciencia obtusa y excluyente.
Estoy convencido de que Cien años de soledad está dirigida a quienes no se conforman con lo que las cosas parecen ser, sino que, por el contrario, quieren saber lo que las cosas son. Esta saga cava y cava entre los incomprendidos laberintos de la política y la economía, de la ciencia y de la tecnología, y busca parir todo aquello que no sale a la luz a través, por ejemplo, de los medios tradicionales.
La urdimbre que hizo nuestro Nobel no es otra cosa que la búsqueda de respuestas soportada en la resiliencia cultural y en las profundas experiencias morales y culturales de cientos de ciudadanos que, al igual que García Márquez (y con él, miles de poetas) tienen la esperanza de que es menester cultivar lo muy humano que nos queda, y confiar en que esta sempiterna condena de soledad, traiga consigo“una segunda oportunidad sobre la tierra.”
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