La mujer de un investigador sufría al verlo desentendido de ella y de los dos hijos, enfrascado entre libros, probetas, ácidos y químicos.
Un día, al anochecer, él escuchó unos sollozos en la sala de la casa, dejó el libro que tenía en las manos y fue a ver qué pasaba.
Encontró a su mujer llorando sin consuelo, recostada sobre un diván. En lugar de conmoverse se encendió en rabia y le dijo:
“Las mujeres creen que todo se arregla llorando. El mundo cambia con ideas no con emociones. Esas lágrimas no son más que agua, mucosa y sal”.
La esposa no daba crédito a lo que había escuchado y, más desolada que nunca, se retiró a la habitación de su hija.
Al otro día volvió donde sus padres con los dos hijos y, por la noche, cuando el científico llegó, halló la casa vacía y esta nota:
“Esto es celulosa con colorantes orgánicos llamados tinta; tus hijos y yo, un simple agregado de huesos, carne y nervios, te decimos hasta nunca.
Ojalá algún día con la masa gris de tu cerebro encuentres en un laboratorio el corazón que se te perdió”.
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