Plantear la educación como un derecho, resulta todo un desafío aspiracionista. Nuestra Constitución reconoce la incapacidad del Estado de financiarla integralmente, prefiriendo someterla a las reglas propias de la economía de mercado, y garantizándola solo para los niveles de educación básica y media. De allí que se haya planteado adicionalmente, como un servicio público que puede ser atendido por particulares.
En casi 200 años de vida republicana, la educación ha trasegado entre dicotomías sociales, políticas, religiosas, económicas y culturales. En otras palabras, educación para ricos y pobres, pública y privada, urbana y rural, religiosa y laica, para la subordinación y para la autonomía, indígena y mestiza. La diversidad es democrática, pero la desigualdad subdesarrollo.
Juan Gabriel Gómez (“Cómo mejorar a Colombia” Ariel, U Nacional, 2018) plantea que la actual política educativa del Estado aleja a Colombia de la justicia, la democracia y la paz, pues el régimen político y económico imperante fomenta una educación subordinada, indiferente y excluyente. O sea, muchos se educan para salir a “regar” hojas de vida y unos pocos pueden asumir el camino del liderazgo. Mejor dicho, pregúntese por qué el presidente Iván Duque nunca pasó por el Sena, donde no hay profes sino instructores, ni estudiantes sino aprendices.
Es evidente que en la batalla el modelo liberal de educación ha sido derrotado por un modelo conservador y religioso. Por eso resulta paradójico que muchos profes de colegios y universidades públicas, matriculen a sus hijos en instituciones privadas, nacionales y extranjeras. A propósito de la actual asamblea de profesores de la Universidad de Caldas, y de otras universidades públicas de Colombia, por el ya acostumbrado ausentismo del Estado de velar por una adecuada financiación, recordaba al economista norteamericano John Roemer, autor de la metáfora de la cancha de fútbol, que se caracteriza por la inclinación del terreno de juego donde los equipos se enfrentan, y donde hace una proclama por la necesidad de nivelar dicho campo.
Caso 1: Muchos colegios privados y católicos de Manizales, se han caracterizado por su excelente calidad, respecto de unos pocos públicos como el Universitario, Tecnológico, la Enae y el San Jorge, que permanentemente ofrecen mayores garantías para el ingreso a la Universidad de sus bachilleres. Caso 2: La estabilidad y la remuneración laboral es mucho mejor en los docentes de colegios públicos que en los privados, quienes además no pueden acceder al derecho fundamental de asociación sindical. Por eso, ha sido más lo que se ha perdido, que lo que se ha ganado: de un derecho a la educación universal proclamada por la Constitución de 1821, pasamos a un corto período de libertad de cultos con la progresista Constitución de Rionegro de 1853; luego se abraza una educación confesional, con la contradictoria “regeneración” de la Constitución de 1886 y hasta la actual constitución, supuestamente laica, exacerba las diferencias de los modelos educativos imperantes en nuestra sociedad.
En 1957, cuando se logró el voto para las mujeres, las reformas constitucionales habían previsto que el 10% del presupuesto de la nación debía destinarse a educación, eran otras épocas. El panorama de la educación en Colombia, en todos sus niveles, es absolutamente desolador: nuestros indicadores no están en los primeros niveles, y quien tenga con qué enviar sus hijos al extranjero a estudiar y que se queden por allá, siente que está haciendo lo correcto. El problema es que consideramos la desigualdad como algo “normal” con lo que hay que convivir, como si el lastre de la pobreza tenga que ser eterno. Pero cómo nivelar la cancha, si ya aprendimos a jugar en terrenos inclinados.
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