En la revuelta mediática de la carrera a la presidencia, que ha inundado los medios de comunicación y las redes sociales de noticias, muchas de las cuales falsas, una ha pasado casi por completo desapercibida. Se trata de la aprobación hace unas semanas, en segundo debate en la Cámara de Representantes, de un proyecto de ley que prohibiría entre otras cosas las corridas de toros, las peleas de gallos y las corralejas.
Esta cuestión que puede parecer algo secundario e insignificante, ante las perspectivas desoladoras que deja entrever la polarización política en estas elecciones, es esencial en el momento histórico que atraviesa Colombia.
La llamada “fiesta brava” tuvo cierto sentido, con su carga simbólica de la dominación de lo salvaje por el hombre. Esta prueba de la superioridad del hombre sobre la naturaleza y lo animal, tuvo históricamente un lugar central en la cultura popular de estos territorios tan naturalmente inhóspitos. Sin embargo, como país y como sociedad, hemos sobrepasado cualquier necesidad de demostrar nuestro aparente dominio de lo natural. De esto son pruebas entre otras, varias catástrofes ambientales que afligen a Colombia, un “Niño” cada vez más destructor, llamado a empeorar con el tiempo, hasta el vergonzoso derrame de petróleo en Santander.
Pero creo que peor aún, es el mensaje que la tauromaquia puede transmitir en una sociedad como la nuestra. Aunque decorada por una elaborada parafernalia de tradiciones, música y fiesta, se trata esencialmente de una celebración de la violencia, que tiene como cúspide la muerte del animal. El hombre, con el morbo que lo caracteriza, ha disfrutado con la sangre desde tiempos prehistóricos.
En su momento, las luchas de los juegos romanos no solo eran apreciadas por el pueblo, además se juzgaba la calidad, en función de la cantidad de muertos que dejaba. Pero con los siglos llegamos a considerar como intolerable la crueldad de enfrentar verdaderas fieras, con instintos y capacidad de matar, con simples hombres, en el mejor de los casos gladiadores bien armados, pero más frecuentemente con simples cristianos indefensos.
Hoy nos encontramos ante una situación opuesta, en la que comenzamos a considerar cruel obligar a un animal a tal enfrentamiento, al que muchas veces hay que empujarlo al combate, frente a hombres preparados y entrenados, armados para la contienda.
Sin siquiera abordar la desigualdad del enfrentamiento, que no es prueba de valentía (el resultado es previsible), ni es razonable el claro maltrato al cual son sometidos cientos de animales, para el simple entretenimiento popular.
Estos espectáculos terminan normalizando y naturalizando un ambiente de violencia, en una sociedad que apenas es capaz hoy de dar los primeros pasos hacia el fin de un conflicto armado, del cual somos víctimas hace más de medio siglo.
Esto es cierto para todo el espectro social, democratizando así la violencia, desde las clases más populares, hasta las castas dirigentes de este país que siempre han disfrutado con la brutalidad del toreo. Lo más grave del asunto es la gran cantidad de niños y adolescentes, en plena formación que encontramos en las graderías de las plazas de toros del país. ¿Es realmente una buena enseñanza, aquella de someter, humillar y abusar del más débil?
Muchos dirán que las corridas son parte esencial de la identidad colombiana, en particular de la cultura manizaleña. Si bien estas han sido apreciadas, son un lugar privilegiado de socialización y de festejo en las ferias de Manizales, creo que podemos y debemos aspirar a expresar nuestra cultura por medios más pacíficos.
Las tradiciones no son obra “divina”. Evolucionan y cambian con el tiempo, con lo que consideramos aceptable en cuanto sociedad. Sin esta evolución serían “tradicionales” centenares de actos que hoy repudiamos (no es sino mencionar entre otros, los castigos corporales que vivieron nuestros mayores porque era la manera “tradicional” de inculcar disciplina; las peleas de perros que consideramos hoy, afortunadamente y de manera casi unánime como aberrantes; los “contrincantes” no entran en disputa por decisión propia, ni tienen consciencia al ir al “encuentro”.
Esto debería ser especialmente cierto para una ciudad que como Manizales, siempre ha valorado y ha querido presentarse ante propios y extraños como la capital de la educación, de la cultura, de las humanidades y de la tolerancia.
Vale la pena pensarlo, ¡mi Manizales del alma!
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