“El mago hizo un gesto y desapareció el hambre, hizo otro gesto y desapareció la injusticia, hizo otro gesto y se acabó la guerra. El político hizo un gesto y despareció el mago”.
Woody Allen
Creíamos con ingenuidad, aunque con no poca desconfianza, que Iván Duque era un principiante inexperto con ideas nuevas y actualizadas; que como joven estaba a tono con el mundo de hoy, que vivía en el 2018. Que la experiencia que acreditaba, buena parte de ella falsa, lo que ya era sospechoso e indecente para alguien que quería ser presidente, serviría para conducir este país por senderos menos oscuros, sin turbulencias, sin sobresaltos.
Sabíamos de antemano que los cambios serían fuertes. Pero imaginábamos que serían futuristas, considerando se trataba de un hombre novato, que parecía tener las ideas claras y la concepción del Estado acorde con los tiempos actuales, en los que la naturaleza es la que manda, el medio ambiente no es más un servil entrometido que se coló en el paseo.
Pensábamos que la economía tenía que dinamizarse, pero no a costa de castigar con más impuestos a la clase trabajadora, a esos que ponen la mano de obra y ganan menos, para poder financiar a los dueños del capital, que son en definitiva los que mandan, asustando a los gobiernos y a sus representantes, con el cuento de que hacerlos pagar tributos los obligaría a buscar otros lugares y se fugarían ellos con sus capitales.
Pero la sorpresa no se hizo esperar. Desde el momento de la posesión fue claro el mensaje de un nuevo y agresivo aquelarre político, con el poder en manos de un grupo de radicales, que quieren revitalizar nuestro país asfixiándolo. El mensaje del presidente del Senado fue un insulto a la razón y a la institucionalidad, porque se supone que representaba la bienvenida a quien se posesionaría como presidente. No, aquí, un cuasi analfabeta, lleno de pasión y bien amaestrado, soltó un discurso lleno de veneno y odio, para desacreditar al que terminaba, no para aclamar al que iba a comenzar.
Un discurso lleno de verdades a medias y acomodadas, repleto de mentiras completas, que causaron sorpresa entre todos los que estuvieron presentes, excepto los del grupo del que redactó el discurso, que cree sigue siendo presidente, aunque ya no lo sea; uno que no tiene la dignidad de pasar a buen retiro, porque sabe el agua que lo moja y tiene que buscar burladeros en protecciones especiales, al mejor estilo Menem o Kirchner. La historia, que suele ser testamentaria, le cobrará con intereses de usurera, su felonía y atrevimiento, su capacidad inagotable para hacer explosivo todo lo que lo rodea, de dividirnos entre los “buenos” que lo siguen y los malos “terroristas” que no le creemos algo.
No le creemos, los que conocemos su historia desde que era un mocoso en un pueblo de la montaña, en el que su padre vendía aperos, fustas, zurriagos, ganado y mulas al menudeo, que eso no es delito, en sus correría entre Salgar y Supía, antes de que heredara cantidades incontables de tierras en Córdoba, conseguidas por un hijo narcotraficante, Luis Gonzalo, que desapareció en el Atlántico con un cargamento de droga.
Entonces se produce lo inimaginable, cuando todos los días se toma una medida más impopular que la otra; una determinación que no dinamiza la economía, que por el contrario la estanca; una aparente transformación de la clase política, con un discurso que no se cumple en Colombia, “El que la hace la paga”, cuando estamos viendo a escasos 37 días de su posesión, que aquí no la pagan sino los débiles, que la justicia es para los de ruana, que los fuertes no tienen sanciones acordes con sus delitos, en un ejemplo que nos debe producir vergüenza, cuando vemos las acciones tomadas contra los corruptos entre nuestros vecinos al sur o con los habitantes en otras latitudes, en los que el honor de un político no puede estar en entredicho, ni su transparencia puede ser un simple ardid de opacidad con maquillaje.
Acabar con el programa educativo para los menos beneficiados; privilegiar la educación privada sobre la pública; torpedear los primeros pasos dados en la búsqueda de la esquiva paz que tanta falta nos hace; nombrar en los organismos del Estado, no a los mejores representantes de las nuevas generaciones, sino reencauchar viejos burócratas que posan de paladines de la transformación, cuando tienen muchos cuestionamientos; nombrar una persona destituida por el C. de E., en representación de Colombia; dejar en manos de un cínico sin pudor la economía, son entre otras muchas determinaciones, con las que ya podríamos escribir folios enteros, un desatino institucional, un golpe artero a nuestra débil democracia.
Bien lo decía Confucio: “En un país bien gobernado debe inspirar vergüenza la pobreza. En un país mal gobernado debe inspirar vergüenza la riqueza”.
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