La corrupción parece haberse convertido en parte de nuestra idiosincrasia. Como si tuviéramos que aceptarla como parte de nuestra cultura. Es más que a ella, la corrupción, a los que la practican y la hacen parte de su quehacer cotidiano, a los que debemos buena parte de nuestra indignidad como Nación, de nuestra desintegración social, de nuestra debacle institucional, de nuestra indiferencia con los que la tienen como su pan cotidiano.
Considerada una cualidad por los que se autoproclaman los reyes de la "Malicia indígena". Tenida como una habilidad que no merece reproche por los amorales, esos que carecen de valores y creen, que no hay nada que diferencie algo que sea malo, de algo que sea bueno. No hablo aquí tampoco y por supuesto, de los inmorales, que tienen conciencia plena, de una vida torcida y sin obstáculos, en la que todo vale para conseguir sus fines, pasando por encima del que sea y de lo que sea. Seres sin ley y sin escrúpulos.
Y la tenemos enquistada, porque se volvió práctica diaria, sin retenes, sin quien la enfrente con determinación, pero sobre todo con severidad, porque vivimos en un país en el que se pagan penas largas por delitos menores o contravenciones, que deben tener sanción por supuesto, pero no se pagan, o si se pagan, las derivadas de delitos mayores, se hace con penas irrisorias, que aumenta en los que los tienen como parte de su vida diaria, la tendencia a amancebarse con ella, a sabiendas, claro está, de lo fácil que podrán violarla sin pena, pero con gloria.
La facilidad con la que pueden, escapar a los escrutinios o ser exonerados por autoridades, minorías vale la pena decirlo, en medio de tanta gente honesta que trabaja en la rama judicial, puestas en la picota pública, por los que hacen de la justicia un festival carnavalesco, que produce indignación la mayoría de las veces, cuando no repulsión por la forma de administración de nuestro endeble y politizado poder judicial, cuando se aplica a lo peor de la "gente bien". Porque, advirtámoslo de antemano, la justicia es dura, durísima con los débiles y "robahuevos", y muy blanda con los que tienen poder político, social o económico. ¡Amarga justicia!
Con esta poco agradable introducción, lo sé, quiero decirles a los lectores de LA PATRIA, el periódico de casa, que retomo mi columna semanal.
Que Repensando el Cotidiano será el peaje donde saben que tendrán que parar y por el que no podrán pasar los que viven de la corrupción, o dejan vivir de la corrupción; los que la han convertido en su compañera inseparable; los que se ufanan, con vanagloria por supuesto, de ella y de poder violar las leyes, sin escarmiento, sin vergüenza alguna, sin pudor, pero sobre todo sin señal que indique, que sienten recato alguno al tenerla como una manera de actuar en el día a día, con la que pueden pasar todos los coladeros y cedazos, creyéndose rayo de luz, que atraviesa una ventana sin romperse, ni rayarse.
Hablaremos de aquello que sea loable también, pero lo haremos sobre todo, de la corrupción. En ella dedicaremos especial tiempo y detalle, a la corrupción política, a la de las organizadas mafias de poder, que conformaron muchos contratistas, a los corruptos políticos, que los patrocinan, porque el lucro es jugoso, indigno, pero jugoso.
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