Ahora está de moda que los candidatos en Colombia digan que están amenazados. No se ha probado que sea cierto. Tampoco lo han desmentido. La amenaza es un peligro real cuando es cierta. De no serlo, sería una estrategia baja, para despertar solidaridad y compasión, en un país en el que esos sentimientos mueven más votos que las ideas. Pero amenazar tiene muchos sinónimos: acorralar, advertir, amargar, apercibir, blandir, boicotear, bravear, chantajear, conminar, intimidar, ladrar, peligrar.
Pueden ser ciertas las amenazas, pero tienen tinte de una intención de amargarnos, de boicotear un proceso electoral cuando no está saliendo como lo esperan, de chantajear a una población que, asustada, tiene que esconderse para evitar ser víctima, que no tienen algo que ver con la actividad del amenazado.
Proteger a los supuestos amenazados implica un despliegue de medidas, para garantizar su seguridad. Medidas costosas que pagan los contribuyentes, que siempre son los que terminan costeando todas las necesidades de los candidatos.
Iván Duque, candidato del CD dijo: “Tengo un gran sentimiento de consternación por las denuncias que se han hecho hoy sobre un atentado contra la vida del expresidente Álvaro Uribe. Rechazo cualquier forma de violencia en Colombia y rechazo cualquier forma de violencia que pretenda acallar a quienes hacemos política”. No podemos permitir que Uribe sea víctima de un atentado, esperemos disfrute de una muy larga vida, en la que alcance a pagar por todos los desafueros que ha cometido a lo largo de su muy polémica vida política. Que Duque se sienta consternado es lo mínimo que se puede esperar de un hombre que como él llegó a esa candidatura, salido del sombrero del nigromante, por arte de magia.
Se le olvidan al candidato novato que los colombianos en general sentimos más consternación por las denuncias que se han hecho sobre los horrores que sufrieron los damnificados y desplazados, durante los 8 años que estuvo en la presidencia. Miles de víctimas y millones de abandonados que no tuvieron derecho a la protección del Estado, ni a sus esquemas de seguridad, para evitar que terminaran en fosas comunes, como falsos positivos, desarraigados de los sitios donde vivían normalmente, para convertirlos en lo que alguien, con más cinismo y estupidez que razón, dio por llamar “migrantes”. Teoría engañosa de José Obdulio, con la que disculpó tantos atropellos y crímenes de Estado.
A nadie parece importarle la suerte de los colombianos del común amenazados, con un sistema dedicado a la protección de unos pocos privilegiados, que aunque la necesiten, no justifican los costosísimos esquemas de seguridad. La protección debe tener una proporcionalidad que no la haga caer en la injusticia discriminatoria, ni la haga exceder en eso que llaman “esquema de seguridad”. De esa desproporción, tenemos además del caso de Uribe, el de Ordóñez, que sin amenazas reales que se conozcan, siendo Procurador con nulidad, se autoadjudicó un esquema que estará vigente hasta el 2020, nos cuesta 61 mil millones de pesos, con 45 escoltas, 16 conductores, y 4 motorizados. No es justo, no es equitativo, no fue honesto y no se ha demostrado que haya sido necesario.
Pero no está mal que tengan protección, en un país que ha sido violento siempre. Lo que está definitivamente equivocado es el concepto que prima cuando vemos cientos de líderes, sindicalistas, maestros, ciudadanos del común, que amenazados, advirtiéndolo de antemano, han perdido la vida, sin que se haya demostrado que tienen importancia para el establecimiento.
Que los protejan. Eso está bien. Pero que nos protejan a nosotros de ellos, porque cuando lleguen al poder los unos y se les unan los otros, se convertirán en una verdadera amenaza contra la posibilidad de construir un país decente y digno, con igualdad de oportunidades, sin diferencia de obligaciones y derechos, para demostrar que esta democracia manoseada y maltrecha tiene como prioridad el bien común, que ejecuta programas que benefician a los colombianos sin distingo alguno, cumpliendo con el mandato Constitucional.
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