Ana María Morales Bretón de Mejía es sin duda alguna una mujer digna de toda la admiración, de parte de los que la conocemos y la queremos, pero también, de los que por casualidad no la conocen y quieren tener un buen ejemplo.
Se casó, hace mucho tiempo ya, con Pablo Mejía Arango, un hombre íntegro, que dedicó su vida a escribir y a opinar cuando trabajaba en la radio. Era columnista habitual del diario de casa, hace muchos años. Contaba con humor decente y limpio nuestro acontecer, los recuerdos de su propia vida. Hijo de una mujer excepcional, Leticia Arango Restrepo, y de un hombre ejemplar, Hugo Mejía Restrepo. Murió en enero de 2017, después de una larga, penosa pero dignísima batalla contra la Distrofia Muscular Progresiva, al que se sumó un cáncer, contra los que luchó sin desmayar.
Hoy recuerdo el día en que lo conocí. Eran los años 80, cuando se fracturó una pierna y lo atendí en el Seguro Social en Villa Pilar. Estaba yo colocándole el yeso, cuando él comenzó a gritar, “me voy a desmayar” decía y se movía sin parar, no me dejaba realizar mi trabajo. Entonces le dije: “desmáyese pues ligero, para poder ponerle este yeso”.
Desde ese momento nació una amistad que para mí era muy grata. Yo que vi su dificultad para moverse y mantenerse en pie, le dije que a partir de ese día, su vida sería sentado. Así lo hizo, arregló puertas y rampas, se acomodó en la silla de ruedas que utilizó con toda lucidez, hasta cuando falleció.
Ana tenía con Pablo un hijo: Alfonso Mejía Morales, “Poncho”. Era amable e inteligente como sus padres, porque lo que se hereda no se hurta. Un día, la vida le cambió por completo. Convulsionó y en los exámenes le encontraron un tumor cerebral maligno. Luchó con valentía y no pocas veces con desconsuelo y desesperación con la quimioterapia y sus efectos colaterales, una aplanadora. Pero él siguió fielmente las instrucciones que les dieron los médicos.
En enero de este año, dos días antes del primer aniversario de la muerte de su padre, Poncho murió en la Clínica de la Presentación. Que los dos, padre e hijo, descansen en paz.
Pero si ellos pudieron tener una vida digna, con muchas alegrías, no poca diversión y excepcionales amigos, se lo debieron en buena parte a una mujer fuera de serie; la esposa y madre que se dedicó por completo, 24 horas del día, a cuidarlos y hacerles la vida menos difícil. Ese es el ejemplo vivo de lo que es el amor, en su máxima expresión. Amar con incondicionalidad total.
Parece tarea fácil, pero no lo fue. Fue el trabajo amoroso y desinteresado de una mujer que puso toda su alma, todo su corazón y toda su energía, para dedicarse a cuidarlos y hacerles la vida llevadera. No esperaba recompensas; dio todo sin perder y recibió sin quitar. Nunca desfalleció, nunca claudicó. Ana ha sido íntegra siempre. Nunca perdió la esperanza y jamás se dejó vencer por las dificultades grandes que le puso el destino.
Gracias al apoyo de doña Leticia su suegra; del incondicional acompañamiento de Don Eduardo Arango Restrepo y de su familia, de Doña Cecilia Bretón y de sus hermanas, a ellos y la solidaridad de sus cuñados, pudo dedicarse por completo al cuidado de sus 2 amores, hoy ángeles. Los acompañó sin falta hasta el último momento.
Hay que agradecer también a sus amigos, que fueron excepcionales y generosos. Ana es una mujer, que representa la heroína, la representante digna de tantas otras familias que sufren tragedias parecidas, con la misma entereza y dedicación. Todas ellas caracterizadas por una labor silenciosa, que no hace alardes, que no necesita recibir reconocimientos.
Por eso a Anita y a todas las que como ella viven la vida con entrega absoluta a los suyos, aún en las peores situaciones, hay que hacerles un homenaje, levantarse y aplaudirlas. Es una lección de amor en su máxima expresión. Amor lleno de alegrías y buenos recuerdos, y no exento de profundísimos dolores.
Ana, tú mereces que un parque; uno que sea de enamorados, de amorosos, de incondicionales, que lleve tu nombre y tenga tu estatua. Una fundación que te haga honor, que esté dedicada a la compañía solidaria y desinteresada, de los que por el azaroso designio de la vida tienen iguales o parecidas dificultades.
En definitiva, entre las dos eternidades que linderán nuestra vida, el antes de nacer y el después de morir: Somos seres solos. Compañías como la tuya hacen la diferencia en la travesía de la vida.
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