Se llamaba Ignacio y ejercía en el pueblo de Antioquia como obispo: era el sucesor de Pedro que ya había ejercido el Primado en Roma pero Trajano, duro emperador, no daba tregua al avance del llamado "Camino" que recorrían los seguidores de Jesús de Nazareth.
Un día llegaron los soldados ante Ignacio y la orden fue tajante: es prisionero y condenado al circo romano para morir devorado por los leones y tigres si seguía en su fe; aceptó con valentía y tirado en un barco fue trasladado a Roma para su final.
Durante el viaje escribió seis cartas a los cristianos que son un tesoro por su contenido e invitación a la fidelidad, la conversión, la unidad y el gozo en la fe. Desde hace siglos la memoria de este martirio se celebra el 17 de octubre.
La historia sigue y si es verdad que continúa el asesinato de líderes que levantan su voz y avizoran futuro mejor, es verdad que también a los anunciadores del Evangelio en el mundo se les mata o se atenta contra su vida como sucedió con los dos hombres canonizados el pasado domingo 14: Pablo VI y Monseñor Romero.
Está certificado que desde el año 2000 han sido asesinados 447 misioneros por su labor de anuncio acerca de Jesús de Nazareth, su palabra y misión. De ellos 313 son sacerdotes, 16 seminaristas, 5 obispos, 3 diáconos, 4 voluntarios, 3 de institutos y movimientos misioneros, 10 religiosos y 51 religiosas.
Esta cifra es parte de la historia pues gran número de estos asesinatos que son martirio por darse en el anuncio de la fe no son parte de estadística, son parte de la vida diaria de una misión que es gloria de la Iglesia y baño benéfico para el mundo porque es sangre derramada por amor, en el servicio silencioso pero constante a las comunidades.
Dar la vida por los que se ama es en boca de Cristo una ofrenda que pone sellos de autenticidad; los mártires son frutos maduros que ofrece la historia de la Iglesia al mundo como entrega en fidelidad y amor; su sangre es sello de verdad y garantía de un anuncio verídico y total.