Desde los primeros tiempos de la humanidad el ser humano se ha sentido atemorizado por la potencia de truenos y relámpagos que brotados del fulminante rayo ofrecen un escenario incontrolable salido de la fuerza del universo, de la materia, de la tierra.
La presentación de Dios pronto se hizo rodeada de truenos y relámpagos con centellas de rayos fulminantes traduciendo así la sensación de grandeza y misterio en la existencia; el hombre no veía otra manera de aceptar la incontrolable fuerza brotada de las nubes que la huida, el miedo y la confesión del poder incontrolable del universo.
Pero el 17 de enero de 1706 nació en tierras de Norteamérica un hombre que vino a posibilitar el control de esta fuerza de la naturaleza: el rayo con sus truenos y relámpagos; este hombre fue Benjamín Franklin.
No hizo estudios en altas academias científicas sino que la tenacidad en la investigación, la paciencia en los experimentos, la observación de los fenómenos naturales, el deseo de servicio a la humanidad le llevaron a penetrar realidades que hicieron posible un invento maravilloso en servicio de la historia del dominio del hombre: el pararrayos.
Empedernido empresario y periodista llegó a la dirección de la oficina de correos de Filadelfia y en sus ratos libres investigaba, estudiaba, hacía proyectos.
Una invernal noche sacudida por rayos de temibles sonidos elevó una cometa con un hilo metálico porque quería experimentar lo que ya sospechaba; que las nubes al chocar hacían brotar electricidad que caía en forma de rayo luminoso sobre la tierra y si no era canalizada podía ser fuerza destructora.
Al otro día colocó en lo alto de un edificio una vara con punta de metal y una cuerda metálica que tocaba tierra para que allí fuera reducida la potencia del rayo; ese día nació el pararrayos que tanto bien hace a la humanidad librando de muerte y destrucciones de campos y casas.
Se me ocurre que en la vida diaria hace falta “seres pararrayos”, hombres y mujeres que sepan canalizar la furia de muchos, las rabias de otros y las violencias de una gran mayoría; que sepan aminorar el efecto destructor de las iras incontroladas.
Nos hacen falta seres así, serenos, pacientes, amigos de unir, de acallar insultos y brotes de iras inmoderadas, seres pacíficos y mansos, fuertes para controlar y canalizar la vitalidad de muchos hacia objetivos de paz y justicia.
Ojalá hoy al menos optemos por actuar como “seres pararrayos”.
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