Hace algunos años la televisión colombiana emitió una serie que causó impacto no solo por estar interpretada por magníficos actores sino por contar parte de la historia de Colombia que gustó y fue aceptada.
Se trató de la vida del virrey Solís que tomó posesión del Virreinato de la Nueva Granada el 24 de noviembre del año 1753; hombre de buenas cualidades pero que también tenía sus gestas salidas de tono debido a su juventud y a las costumbres traídas de España, su Patria.
El rey Fernando le envió cartas de felicitación, pero también en alguna ocasión le reprendió por algunas quejas de la ciudadanía que le reprochaban algunas acciones como aquella de una noche de farra que al llegar disfrazado para no ser reconocido los vigilantes le reprendieron por su mal ejemplo como gobernante.
Vergüenza grande tuvo Solís, y la verdad que moderó un tanto su conducta; al saber que su hermano residente en España que era arzobispo había sido ascendido a cardenal sintió emotividad y sintió la necesidad de hacer un cambio.
Días después entregó el mando del Virreinato a Don Pedro Messía de la Cerda, se vistió de gala, repartió sus bienes y se dirigió al convento de San Francisco en Santa Fe de Bogotá, tocó a la puerta y pidió ser recibido para pasar allí el resto de sus días. Este hecho sucedió el 28 de febrero del año 1761 al atardecer.
Vivió como hermano lego ocho años y fue ordenado sacerdote en Santa Marta en el año 1769; regresó a Bogotá, muchas veces celebró Eucaristía en el convento de San Francisco y murió el 27 de abril de 1770, feliz de estar en una vida nueva y mejor, de vivir un camino recto de fe, oración, caridad y bondad para con todos en especial para con los más pobres que llegaban cada día al convento a pedir ayuda y recibir protección.
El sol de la verdad iluminó a Solís y le hizo feliz. Hecho que me parece oportuno resaltar en este tiempo de Cuaresma que nos invita a revisión de vida, a cambio de ruta, a tomar en serio las palabras de Jesús en el Evangelio.
Dejemos que nos impacte la vida, sus llamados a mejorar, a dejar de hacer sufrir a los demás con nuestras locuras, a despojarnos de la mediocridad que aleja cualquier vestigio de éxito y felicidad. Cuaresma es tiempo de volver a Dios.
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