Era delgado y de ojos negros como el Platero de Juan Ramón, juguetón y alegre poniendo una nota de optimismo a sus padres y su hermanita que así disimulaban un tanto su pobreza y hambres de algunos días.
Un día apareció por el pequeño corredor de la alquilada casa con un tarro amarrado a la cintura con fuerte nudo y dos lápices que le servían de baqueta para tocar fuerte cual tambor de marcha: tra-tra-tra y llevaba paso marcial con seriedad en el rostro.
Entró a la Escuela y el camino hacia ella lo recorría cantando unas veces “aserrín-aserrán, los maderos de San Juan” de Silva, otras marchando o saltando y siempre llevando de la mano a su hermosa hermana; allí en el estudio ensanchó su gusto musical cuando fue invitado a formar parte de la banda musical del plantel y de inmediato se fascinó con la trompeta: era bella, no pesaba mucho y sonaba fuerte.
Pronto aprendió la manera de hacerla sonar y procuraba sacarle bellos sonidos que parecían ecos de su sonrisa tierna y cariñosa; en su casa mientras repasaba las notas de la partitura acercaba a la locura a sus padres y a su infaltable hermanita que con mayor gana se tapaba sus oídos entre gritos y risas.
Hoy es un pequeñín de doce años que ya ha ganado premios como trompetista revelación en concursos nacionales y locales con su banda colegial; impresiona verle allí de pie, pequeñín, delgado, con sus ojos negros y cabellera oscura lanzando al aire sonidos de alto volumen, correcto ritmo y celestial belleza.
Aquí está el pequeño trompetista, aquel que respondió al ser interrogado sobre sus sentimientos como trompetista ganador: “me gusta lanzar los bellos sonidos, me encanta ver a mis padres orgullosos de mí, ver a mi hermanita sonriente y juguetona con su limpia mirada, ver que los asistentes muestran gusto y contento en la escucha de las melodías”.
Me sorprendió aún más cuando en inesperado arranque anotó: “quiero además ser el trompetista de Dios, tocar en su honor, arrancarle una sonrisa y ojalá un aplauso, porque sé que todo se lo debo a él, a las capacidades que me regaló; siempre sé que me acompaña y se goza con mis actuaciones. Toco para él y para todo aquel que quiera escuchar el bello sonido musical, no me importa el dinero, me basta el gusto que arranco en los demás”.
Gracias, pequeño trompetista, Dios de seguro te aplaude siempre y nosotros también por la enseñanza sabia y limpia que nos lleva a actuar en todo por gratitud a Dios y amor a los demás; sigue, mi pequeño, escucha nuestros aplausos.
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