Uno nunca se cansa de visitar el Museo del Louvre, uno de los sitios más importantes de la humanidad, porque allí se conservan las huellas de todas las civilizaciones expuestas en medio de una escenografía espectacular que se extiende por los amplios salones de un gigantesco palacio renovado y adecuado desde los tiempos de Catalina de Médicis en el Renacimiento hasta nuestros días. Al principio fue un pequeño castillo medieval situado en las afueras de la antigua ciudad y junto al río Sena, pero después fue creciendo poco a poco hasta convertirse en un rectángulo de varios niveles donde se exponen pinturas, esculturas, ánforas, muebles, sarcófagos, papiros escritos, tabletas cuneiformes, esfinges y obeliscos, entre otras mil maravillas.
Este lunes he vuelto a perderme en algunas de sus salas, ya que es imposible visitarlo en un solo día y no alcanza la vida entera para ir explorando todas las riquezas ahí reunidas. Sube uno por las amplias escalinatas de la entrada y arriba, al fondo, como si uno ascendiera por un templo milenario de Nínive, vislumbra a la Victoria Alada de Samotracia, colocada a la vista de todos para mostrarnos la impronta perenne de la cultura griega. A la izquierda se accede de inmediato a los amplios salones de la pintura italiana del Renacimiento, para desembocar luego en la sala donde está la Gioconda, estrella del Museo, frente a la cual se agolpan con sus celulares entre flashes un millar de visitantes de todas las partes del mundo, en un ritual que parece un aquelarre fetichista donde uno puede ser devorado por la masa.
Las salas se suceden unas a otras con los extraordinarios frescos de los techos y las maderas doradas y labradas que engalanan enormes puertas y muros, testigos ellos de siglos de reinados e intrigas de corte, pues vieron pasar a todos los reyes desde el esposo y los hijos de Catalina de Médicis hasta los borbones, para desembocar después en el esplendor de Napoleón, quien creó el Museo actual, enriquecido por los saqueos o las exploraciones arqueológicas de sus emisarios por el mundo, en especial en Egipto, al mando de Champollion, o en Grecia e Italia, recorridas por embajadores y funcionarios ilustrados.
Muchos de los turistas se encuentran a veces perdidos entre tanta maravilla desplegada en el laberinto, pero aunque no tengan muy claro de qué se trata todo eso saben que es el fruto de milenios de actividad cultural humana, el paliativo necesario a la sucesión interminable de guerras y tragedias, saqueos y genocidios, que de manera cíclica afectan a los hombres a causa de sus locos gobernantes, herederos de Nerón, Calígula y Atila. Pero los entendidos o los amantes del arte que ahorran a veces durante toda la vida para poder venir un día se estremecen al ver las obras que alguna vez descubrieron en libros escolares o catálogos de arte. Para ellos muchas de las obras son familiares y los nombres de los artistas, Giotto, Mantegna, Veronese, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Rafael, El Greco, Rubens, Delacroix, David, Ribera, Goya y miles más hacen parte de una fiesta que nunca termina.
Desde los ventanales se pueden observar los espacios interiores del Louvre, en especial la explanada que se centra en la bella y enorme pirámide transparente del japonés Pei, construida bajo el gobierno de François Mitterrand, presidente ilustrado que decidió renovar el museo dotándolo de entradas coherentes y subsuelos desde donde los visitantes se despliegan hacia las diferentes salas, Sully, Richelieu, Denon o los diversos niveles del palacio, donde también se presentan magníficas exposiciones temporales.
Ebrio de ver tantas obras pictóricas inolvidables de italianos y franceses, el visitante opta entonces por dejar para otra ocasión a ingleses, holandeses y españoles, e ir a ver las maravillas de la civilización egipcia, una debilidad para los sucesivos regímenes gobernantes de Francia, por lo que la colección es tan rica que se necesitan varias jornadas para abarcarla. Con solo ingresar a esos salones uno ya entra en otra dimensión que sacude hasta el más frío visitante. El misterio de los egipcios nos fascina a todos porque existió a lo largo de milenios de sucesivas dinastías y ya hace cinco mil años en sus ciudades existían todos los oficios y un orden y un poderío estatal tales que impresiona y puede verse en las maquetas de templos y ciudades y en los fragmentos mostrados. Sus jeroglíficos e imágenes nos cuestionan y su relación con la muerte nos estremece.
La inmersión en los salones dedicados a los sarcófagos grabados, pintados e ilustrados nos reconcilia con las imágenes descubiertas desde la infancia, cuando un maestro o familiar las ensenó por primera vez a sus alumnos o hijos. Tal vez por esa razón niños y adolescentes adoptan en estas salas un comportamiento especial, aplicado, y se los ve detenerse en el hieratismo de los faraones y dioses mitad animales y mitad humanos, estilizados por miles de años de oficio artístico heredado de generación en generación a través de milenios. Gracias a las especiales condiciones climáticas egipcias, esta civilización nos llega entera a través no solo pirámides y sarcófagos sino de todo tipo de objetos de la vida cotidiana, por lo que podemos ver muebles, sillas, camas, utensilios de cocina, telas, lienzos, restos de comidas, instrumentos e incluso pequeñas maquetas de naves con viajeros, lo que hace detener la atención de los niños del mundo, que como Frida y Nathalie, me acompañaron en esta visita.
Siempre que voy al Louvre busco El escriba sentado, una de las joyas de las salas egipcias. Data de entre 2480 y 2350 años antes de nuestra era, por lo que su mirada penetrante de cristal de roca de 4.500 años nos lo presenta como si estuviera vivo, y nos hablara desde la eternidad y por encima del tiempo. Los escribas desempeñaban un papel fundamental en la compleja administración egipcia y es el símbolo de un oficio que sigue vivo hoy entre notarios, estadígrafos, escritores y contadores públicos o todos aquellos que con la escritura dan cuenta de la historia y fabrican los documentos necesarios para el registro de familias, ciudades, regiones o reinos. Esta obra tiene para mí un especial significado y nunca dejo de inclinarme ante su presencia.
El visitante debe salir a tomar aire en los jardines de Tullerías o a tomar una cerveza en el lujoso restaurante Marly y dejar para otra ocasión el recorrido de los salones griegos, riquísimos en ánforas y vasos ilustrados donde se cuenta toda la mitología y la vida cotidiana de esa civilización. Queda para otro tiempo la visita a los etruscos y a sus sucesores del Imperio Romano, así como los fenicios, escitas, y todas aquellas culturas que florecieron entre el Eufrates y el Tigris y en Siria, donde hoy reina, como en aquellos tiempos, la guerra. En el Louvre el observador toma distancia de la actualidad inmediata que a veces nos obnubila como si no supiéramos que la historia se repite entre comedia y tragedia. No sé como verán los humanos del futuro a nuestra época, pero roguemos que los locos y payasos que nos gobiernan hoy no aniquilen el mundo con el Louvre incluido.
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