Como todos los de su generación, Alain Lorne creció en medio del rock y las ideas revolucionarias y contestatarias de su época y a lo largo de su larga vida periodística y literaria ha estado siempre atento a la aventura de la vida y el mundo donde sus contemporáneos fueron devorados por el tiempo. Nativo de una ciudad de provincia cercana a donde vivía el héroe nacional Charles De Gaulle, el autor de una decena de libros, entre ellos novelas y relatos viajeros, se inscribe sin dudarlo dentro de la tradición de la prosa francesa de viajes al lado de Montaigne, Chateaubriand, Stendhal, Blaise Cendrars, Paul Morad, Joseph Kessel, André Malraux y tantos otros.
En cada uno de sus escritos vibra esa palabra suya desbordante donde cada término se sitúa en una partitura musical, como si su escritura fuera un tejido interminable o una simétrica telaraña de melodías que devora lo visto para volverlo poesía o leyenda. Tal es el caso de uno de sus más recientes libros, "Takepictu. Un viaje por Asia", publicado por la editorial L'Harmattan, y donde relata su largo viaje por varios países asiáticos, a más de diez mil kilómetros de su tierra natal, reencontrándose con el pasado colonial, los mitos de su época y los amigos de juventud que se le aparecen como fantasmas en cada una de las ciudades, pueblos u hoteles visitados.
En su adolescencia estudiantil, los campus universitarios del mundo estaban agitados por las ideas revolucionarias del momento recién marcadas por la guerra de Vietman y mayo de 1968. Unos creían con inocencia en las bondades del maoísmo y su líder, que era un "sol rojo que iluminaba los corazones", otros más rígidos rendían pleitesía a la Unión Soviética, a Stalin y a los revolucionarios barbudos de Cuba y aquellos al rebelde Trotsky, que fue asesinado en el exilio en México. Pero también otros, como su amigo Philippe, viajaron por carretera hasta Oriente, cuando aún era posible, en busca de los ashrams comunales de la India, como Auroville, no lejos del antiguo enclave francés de Pondichéry y deliraron bajo el humo de la cáñamo índico mirando el mar e idolatrando gurúes, madres sagradas, sadúes y sabios de mirada ida y penetrante al ritmo del rock y de los gritos de JImmy Hendrix, Bob Marley y Janis Joplin.
Con todo ese bagaje literario, político, periodístico y existencial Lorne realiza cuatro décadas después el viaje iniciático por todas esas tierras que fueron colonias de las potencias europeas, por lo que en las ciudades y pueblos encuentra rastros arquitectónicos impuestos por los colonizadores ingleses o franceses. En algunos barrios de Shanghái, Bombay o en Pondichéry, Vietnam o Camboya encuentra lugares marcados por el Art Deco de los años 20, de moda en aquel entonces en el mundo desde Nueva York a Río de Janeiro y desde las capitales de Europa del Este hasta el sudeste asiático. En las urbes indias rastrea la arquitectura monumental de los británicos y por todas partes escruta las huellas de los viejos ingenieros europeos que, como un tal François, trazaron las redes ferroviarias en aquellas lejanías, por lo que en lo más profundo de China se encontró con una estación ferroviaria idéntica a la del lugar donde nació.
Lorne sabe muy bien que viene de un país colonizador de Asia y África y por lo tanto no puede evitar la carga, el peso, ese karma, ese sino, que lo hace distinguir en los bares de expatriados a los solitarios especímenes del europeo escéptico que vive y ejecuta lejos de su tierra natal las órdenes de sus empresas y que en sus ajetreos y viajes incesantes de un país a otro no han fundado familia ni han hallado paz, como si fueran acuciados por una larga condena, la misma del poeta Rimbaud, quien huyó de Francia y se enterró en Abisinia mucho tiempo, antes de retornar enfermo y destruido a morir en Marsella. Son los mismos funcionarios que antaño estructuraron sin escrúpulos el negocio del opio para financiar la colonia, como ahora en otros lados se hacen los de la vista gorda con los tráficos de cocaína, heroína y otras drogas.
Aun hoy, cuando ya las colonias fueron abandonadas hace mucho tiempo, pero cuyos remanentes fantasmagóricos perviven en Goa, Pondichéry, Benarés, Macao, Vietnam, Camboya, Argelia, Túnez, Libia, Marruecos, todo África subsahariana, esa mirada colonizadora sigue y es inevitable como una córnea inamovible de la que el viajero no se puede liberar. Por eso está tan presente a lo largo del viaje de Alain Lorne el Tintin de Hergé e incluso el chino Tchang, quien dio informaciones básicas al belga para escribir la parte china de su serie. Tintin es el emblema de esa época colonial y de esa mirada que en los tiempos modernos fue la de Indiana Jones.
Lorne deambula por los crematorios de la milenaria ciudad de Benarés, junto al Ganges, donde es un intruso entre las piras con la mirada perdida entre la humareda de la chamusquina de los muertos. En Bombay, donde hace poco ha ocurrido una matanza perpetrada por yihadistas islamistas, observa los gigantescos hoteles y la atmósfera británica de calles y recodos. En Hong Kong se encuentra en tiendas con miles de figuras de los guardias rojos que hicieron la Revolución cultural y las imágenes del Dios Mao en todas sus posiciones y gestos. En Shanghái se encuentra con el fantasma de Chiang Ching, la poderosa esposa de Mao perteneciente a la Banda de los Cuatro, bailarina y directora de los grupos teatrales que hacían propaganda revolucionaria y quien al final, después de ser su musa, se volvió en la suministradora de jovencitas para consumo del lúbrico líder, tal y como hacía la Pompadour con el sátiro Luis XIV.
Lorne escribe con pasión, quiere devorarse todos los instantes como si estuviera viviendo el último día y a medida que camina vuelve a escuchar las críticas de los grandes autores de su acervo cultural, como Flaubert, quien critica a un amigo que desea contar sus viajes y le dice que no vale la pena demostrar que se saben hacer descripciones. Pero Lorne no se deja amilanar por Flaubert y entra en restaurantes, clubes, mercados, hoteles, embajadas, viejas oficinas, templos, y nos comunica olores, colores, aromas, sonidos, paisajes, ideas. Su mirada es nueva, original, la mirada de un contemporáneo y por eso la lectura de su libro nos invita a hacer nuestros propios balances y a arreglar las cuentas con los fantasmas de la época en que nos tocó nacer y vivir y en la que moriremos.
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