La Colombia del imaginario garciamarquiano tiene poca relación con la experimentada por mi generación. El mundo de García Márquez es muy arcaico, asentado casi en el siglo XIX, un mundo agrario, ancestral, nada urbano, alimentado por mitologías más cercanas a las vivencias de la generación modernista, un mundo que pervive tal vez en alejados remanentes agrarios.
La Colombia de mi generación, que llamamos Generación Sin Cuenta, porque nacimos en los años 50, es una Colombia urbana, moderna, influida por el rock en pleno apogeo, por los cambios en las costumbres provenientes de mayo del 68 y la cultura pop estadounidense que se expresaron en la generación Nadaísta. Hay que reflexionar sobre la fuerza renovadora de ese movimiento y en el bachillerato los pocos infectados por la literatura tratábamos de escribir como los nadaístas y los seguíamos: a Jaime Jaramillo, también llamado X 504, Gonzalo Arango, Jotamario Arbeláez, Elmo Valencia y a otros nadaístas menos conocidos que eran iconoclastas y modernos, los beatniks colombianos.
La Bogotá vivida en la Universidad era ya una ciudad moderna, una urbe caótica, congestionada, de grandes edificios, bulliciosa, donde la mujer se liberaba a pasos agigantados y palpitaba la modernidad. Y desde Cali, que era un centro de rumba y cultura, y desde Barranquilla y otras ciudades, llegaban ecos de esa modernidad generalizada.
El mundo de García Márquez es el mundo de los caudillos decimonónicos, un mundo de patriarcas y de machos falócratas como José Arcadio, un mundo de pueblos lejanos y polvorientos del pasado donde la mujer está sometida al hogar o al burdel y la violencia es primaria, por motivos absurdos, como en la historia de Crónica de una muerte anunciada. Es el mundo amoroso de El amor en los tiempos del cólera hundido en la era previa al tango y el bolero.
Nuestra generación fue la primera que vivió en pleno la modernidad pop y Macondo es un mundo arcaico, con fotografías color sepia, el mundo de los abuelos nuestros que tendrían ya 130 o 140 años, pues nuestros padres nacieron hace 100. La generación años cincuenta y las posteriores tienen poco que ver con ese mundo, con esas ideas, con esos temas, duelos de plaza, peleas de gallos, bodas donde la virginidad era sagrada.
Macondo fue una conflagración que devoró la cultura colombiana durante medio siglo aplastando toda una literatura que desde los años 50 había abierto puentes con el mundo a través de las revistas Mito y Eco, entre otras. Fue un retroceso, Colombia volvió a ese mundo folclórico ya ido y quitó voz a esa generación y a la posterior, de los nacidos en los 40.
Las revistas Mito y Eco eran dominantes en esos años, cuando de repente el boom y García Márquez pusieron una lápida a esa generación de filósofos, historiadores, narradores liderada por el poeta Jorge Gaitán Durán y ensayistas contemporáneos. Europa quería alimentarse de folclor y no podía aceptar que la cultura colombiana fuera moderna y hablara de tú a tú con el mundo, como lo hicieron en México Octavio Paz y Salvador Elizondo o José Emilio Pacheco.
El macondismo nos uniformó y enterró el espíritu de las revistas Mito y Eco. De paso mató a la Generación perdida de los nacidos en los años 40: la de Germán Espinosa, Moreno-Durán, Héctor Sánchez, Fernando Cruz Kronfly, Helena Araújo, Fanny Buitrago, Óscar Collazos, Ricardo Cano Gaviria, entre otros. Ya nadie los leyó ni escuchó. Fue un verdadero desastre en ese sentido.
El macondismo alimentó ese nacionalismo folclórico en el que se identificaban los jóvenes europeos fascinados por el mito del Che y la revolución cubana. García Márquez sería la otra cara literaria de la moneda latinoamericanista: en un lado está el Che Guevara y del otro Gabo, con su bigote y su pelo crespo, su irreverencia costeña y su anti intelectualismo. Gabo es el anti-Paz, el anti-Borges que necesitaba Europa y América Latina.
La generación nacida en los cincuenta vivía un mundo ya permeado por la cultura pop a través del cine, la radio, la televisión, el teatro que se practicaba. Y por supuesto por las ideas revolucionarias en boga en los años 60 y 70 después de la muerte del Che Guevara y Camilo Torres. A Colombia y toda América Latina llegaba la buena literatura latinoamericana que leíamos todos. Rayuela, de Julio Cortázar, Cambio de piel, de Fuentes, Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, los libros de Jorge Luis Borges, etcétera. Y en poesía los nadaístas y otros poetas latinoamericanos y europeos modernos encabezados por Pessoa y Cavafis.
De México llegaban Rulfo, Paz, Arreola, Elena Garro, Elizondo, Del Paso y la huella de rebeldes como Revueltas y Huerta y otras muchas figuras imprescindibles. De Nicaragua llegaba la obra moderna de Ernesto Cardenal. Percibir la cercanía de la cultura pop y moderna de Estados Unidos, tener a mano el acervo bibliográfico fenomenal de México a través de sus editoriales universitarias o el Fondo de Cultura Económica, o de las editoriales argentinas, marcó a nuestra generación.
También se vivía la impronta de la información, de la máquina trituradora de noticias que ya se vislumbraba en la obra poética de Fernando Pessoa y su Oda triunfal, poema genial de 1914 atribuido a su heterónimo Álvaro de Campos, que es tan actual y nos muestra como el mundo de hoy es el mismo que hace cien años con sus delirios de guerra, matanzas, comercio, consumo, comunicación rápida, velocidad, arribismo, ostentación. Ese poema de Pessoa resume un siglo de periodismo a través de la poesía.
Macondo está o estaba a veces muy inmerso en ámbitos arcaicos y en la retórica de la poesía modernista, perfumada, más cerca de Rubén Darío y Barba Jacob que de la poesía moderna del siglo XX, alejada de sus esferas estilísticas. Más cerca de Víctor Hugo y Anatole France que de Marcel Proust, Thomas Mann, James Joyce, Malcolm Lowry y la novela centroeuropea de Kafka, Broch y Musil. Pero aun así Macondo nos conforma porque hace parte de nuestra historia y del mundo vivido por nuestros ancestros agrarios.
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