En la esquina de la calle Belleville con la calle de los Pirineos el viejo bar El Metro convoca los viernes por la noche a rockeros y rockeras nostálgicos a divertirse hasta más allá de la media noche, ataviados con sus chaquetas de cuero de los tiempos de James Dean y Elvis Presley. En una esquina del sitio se acomoda un cantante con su guitarra y a su lado un hombre que toca la armónica conectada a un aparato eléctrico que la hace vibrar aun más y amplifica su sonido.
Llegan mujeres y hombres del pueblo que se acercan o han pasado ya los 60 años de edad y muestran en el deterioro de sus rostros y dentaduras las largas décadas de vida, dificultades, fracasos, divorcios, quiebras y a la vez las incontables felicidades que depara la existencia de manera alternada con tragedias y desgracias ineluctables. En mitad de la pista, una vieja pareja trajeada con perfectos de cuero apuntalados con motivos metálicos baila desenfrenadamente una tonada de rock de los años 50 o más tarde se une al delirio de los abrazos bajo la melodía de un slow, una lenta canción, que invita a mujeres a abrazarse apasionadamente con jóvenes amigos de la banda o a compañeros de vida que llevan cola amarrada o larga melena canosa.
Entre todas, una anciana de unos 85 años, jorobada, y un rostro que debió haber sido muy bello seis décadas antes, sale cubierta por su abrigo de astrakán color crema a la pista con un muchacho mestizo de 25 años que mide el doble que ella y celebra con ironía ante sus amigos el logro de una conquista y se deja abrazar. La mujer es conocida en el barrio por su fuerte personalidad y su gusto por permanecer en el viejísimo restaurante El Mistral, propiedad de una familia de patrones originarios del Aveyron, región que produce ganado, chorizos, salchichas y de donde provienen la comida, el queso y el vino y otras delicias culinarias que ofrecen todos los días desde hace ya más de 70 años.
La anciana llega todos los días sin falta cubierta con algún abrigo de piel, su cabello canoso bien sostenido por alguna cinta, las uñas de las manos pintadas de rojo y a veces los labios colorados por el bilet. Todos celebran sus ocurrencias, su gran sentido del humor, sus respuestas tajantes y la seguridad que debe darle la buena fortuna y las delicias de una copiosa renta o jubilación. Madame es una de las alegrías nocturnas del Mistral, donde es recibida como si fuera la propietaria o la reina del barrio de Belleville, pero ahora ha cruzado la calle y ha ingresado a este bar El Metro que ha cambiado de dueño desde hace un año y ahora hace la fiesta todos los viernes.
Jean Pierre, el patrón, es un viejo rockero que contrata al grupo de amigos que interpretan clásicos alternados con canciones en francés compuestas por el cantante, un afable sexagenario de gafas oscuras y chaqueta negra de cuero, quien es aplaudido con entusiasmo cada vez que termina sus canciones. Es la estrella de la noche. El Elvis Presley de la cuadra.
Junto a la pareja de ancianos rockeros que hacen todo tipo de excelentes y bien medidas piruetas ante la admiración de los parroquianos, hay otras mujeres que vinieron vestidas especialmente de rockeras con su perfectos de cremallera diagonal y cuellos puntudos, boinas de gavroche salidas de una novela de Víctor Hugo, botas de cuero o sombreros de cow boy y alzan la copa felices una tras otra hasta la ebriedad. Aquí todo es relajado y simpático, todo mundo se abraza y brinda como si dijeran "comamos, bailemos y bebamos que mañana moriremos".
Las horas pasan y el ambiente se pone más caliente. La anciana encorvada sigue bailando abrazada al muchacho y después se instala en la barra a discutir con los clientes con su voz chillona como siempre, haciendo acopio de ágil mirada de vieja fiestera y los gestos seguros e inconfundibles de quien en el crepúsculo se niega a morir o a sumirse en la depresión de la vejez.
Se ríe de todo pues ha conocido la vida en París bajo el mando de una decena de presidentes de la Cuarta y la Quinta Repúblicas, ha experimentado la Ocupación nazi, vivido la Liberación y todo tipo de huelgas, crisis, atentados sangrientos y asonadas. Su risa inunda el rincón y comunica alegría a muchos de los altos hombres que consumen en la barra de bronce platinado por donde han pasado generaciones de clientes y pilares de bistrot. Hacia la medianoche la mujer de otro tiempo sale rauda despidiéndose de todos hacia la calle mojada, rumbo a su apartamento cercano.
Otras veces en el bar El metro se han presentado espléndidos grupos de diversos orígenes, como ese conjunto de jóvenes rastas kenianos seguidores del Emperador Haile Selasié, cuya música original nos recordó en diciembre pasado que Bob Marley se inspiró en los artistas de ese país. Los rastas tocaron hasta la una de la madrugada y el bar estaba lleno a reventar fascinado por el talento de los artistas exóticos. Uno a otro se sucedían los cantantes de ambos sexos con sus vestimentas africanas coloridas e improvisaban canciones rastafaris de un ritmo endiablado e inolvidable que todos los asistentes captaban en video con sus celulares.
El próximo viernes el grupo Bowie Unplugged interpretará en homenaje a David Bowie el disco completo Station to Station. Dos días después se congrega en la ciudad la convención en honor del gran artista inglés admirado por muchos y cuya reciente desaparición fue motivo para el encomio de su gran carrera artística, considerada de los mayores niveles estéticos del arte pop de los últimos tiempos y que marcó muchas artes como el cine, la moda, la pintura y la poesía.
Como cuando los rastafaris de diciembre o los rockeros de ayer, no faltaré el próximo viernes para escucharlos y tal vez volver a ver a la anciana rockera del abrigo de astrakán brincar en la pequeña pista al lado de algún joven gigante que la doble en estatura, rodeada por una pléyade de fiesteros crepusculares del barrio de Belleville, convertido ya desde hace buen tiempo en el centro de la experimentación musical y de todas expresiones artísticas multiculturales, sin distingo de edades ni orígenes.
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