Todas las civilizaciones del mundo se han desarrollado junto a ríos que son como deidades sin las cuales la vida es imposible. Indus, Ganges, Nilo, Danubio, Rhin, Tajo, Amazonas, Mississippi son apenas algunos de los nombres que han inspirado y dado fuerza a los humanos para vivir y contar sus historias. En sus riberas han florecido puertos, pirámides, palacios y ciudades y su música ha arrullado a decenas de miles de millones de habitantes de este planeta a través de los milenios.
Cuando se observan los desolados paisajes de Marte captados por las múltiples misiones espaciales enviadas para cartografiarlo, se perciben los rastros de ríos que fluyeron por su corteza antes de que se secaran para siempre. Se leen las estrías, el serpenteante trazo del lecho por hondonadas, valles y precipicios. La minuciosa escritura de las aguas en este y otros planetas es el testimonio de su paso frágil por la superficie, amenazado siempre por las peripecias del clima, las sequías inesperadas, la oscuridad provocada por las explosiones volcánicas o el choque de los meteoritos.
Al igual que los ríos, los volcanes son la prueba de que los planetas viven y mueren. En Marte se pueden observar gigantes volcanes que alguna vez existieron y ahora están extinguidos, como el Monte Olimpo, que con sus 23 kilómetros de altura es tres veces más grande que el Everest y se encuentra posado sobre una base de acantilados de 6 kilómetros de altura.
Desde estas enormidades volcánicas nevadas bajan las aguas de muchos de los grandes ríos del mundo, como el Ganges en la India, o el Amazonas en América Latina, y en nuestra tierra las dos fuerzas telúricas que son el río Magdalena y el río Cauca, que rugen con su música cuando se despeñan desde las alturas y que a lo largo de su trayecto, a medida que captan las aguas de otros afluentes, han nutrido la vida a través de milenios.
El río Cauca, que corre por el Occidente colombiano entre las cordilleras Occidental y Central, fue visto por las distintas civilizaciones prehispánicas que vivieron en esas montañas y solían vestirse y adornarse con prendas y joyas de oro. Puede uno imaginar entonces los ámbitos de esas montañas cuando a lo lejos destellaba la luz del oro proyectada por aretes, pectorales, narigueras y otras prendas fabricadas con ese mineral y otras aleaciones y que hoy podemos ver en el magnífico Museo del Oro de Bogotá, donde se conserva una mínima parte de lo que aquellos artistas crearon.
Después de la extinción de esos pueblos, las dos moles de las cordilleras cruzadas por el río Cauca volvieron a su silencio y fueron selvas húmedas castigadas por la lluvia que alimentaba quebradas, arroyos, riachuelos y ríos de diverso tamaño que aun siguen allí pese a la presencia del hombre de la era industrial, capaz de arrasar con la vida en la tierra. Hasta mediados del siglo pasado la actividad humana, por muy depredadora que fuese era incapaz de vencer a esas fuerzas titánicas.
En las montañas florecieron durante la colonia pueblos viejos que eran y son miradores construidos en los filos de la cordillera y la vida con sus guerras, pestes, enfermedades y violencia transcurría sobre esos paisajes sin que amenazara a la naturaleza, capaz de brotar y rebrotar siempre sobre las fértiles tierras volcánicas. En los pueblos y las fincas sonaba la música de tiples y guitarras, las melodías del bambuco y el pasillo y las voces de esa gente que en su mayoría sabía cantar tan bien como los pájaros que pueblan la jungla templada de la región.
Debido a las distancias y a las dificultades del transporte por las trochas empantanadas, muchos de esos pueblos vivían separados unos de otros en autonomías y endogamias que resistían al tiempo y se bastaban a sí mismas guardando lo que se llamaba la tradición. Ir de una punta a la otra del río Cauca hasta su desembocadura en el Magdalena era tan difícil como viajar al otro lado del mundo o a otros planetas.
Ese mundo feraz se puede revivir hoy en joyas de la literatura colombiana como La María de Jorge Isaacs y La marquesa de Yolombó de Tomás Carrasquilla, donde podemos visitar a nuestros antepasados en sus penas y alegrías. Hasta hace poco muchos rincones de las cordilleras marcadas por el río Cauca fueron inexpugnables y casi nunca visitados y poblados, paraísos secretos que viajeros como Alejandro de Humboldt y Charles Saffray y otros muchos describieron con lujo de detalles como lugares paradiasiacos.
Pero nada igual al viaje por el Valle del Cauca, donde el río goza a lado y lado con amplios y apacibles valles fértiles de donde mana un olor vegetal inolvidable que es una droga que nos lleva hacia el delirio y la poesía. Ahora por la autopista el viaje se puede hacer desde Chinchiná o Pereira hasta Cali en unas horas, cuando antes en los viejos tiempos era una larga odisea llena de amenazas y peligros. Cada veinte minutos cambian los olores y los aromas de los frutales, los cañaduzales y las fincas ganaderas, mientras quedan atrás los árboles frondosos que se nutren de una de las tierras más fértiles.
Y cuando el río rugiente se encañona más adelante por las montañas antioqueñas cobra una fuerza y un color de barro nutritivo e iniciático. En las riberas, junto a los puentes, desde las fincas, en las colinas, uno escucha la música incesante que fascina y da energía durante el día y arrulla en las noches acompañada por la lluvia. El río, ya lejos del valle, se contorsiona entre las cumbres y lucha con sus fuerzas colosales imponiendo su ley.
Junto al Puente de Occidente de Santa Fe de Antioquia, que fue el más largo del continente durante mucho tiempo y fue construido entre 1887 y 1895 por el ingeniero José María Villa, la música del río Cauca interpreta una sinfonía natural que llega a sus máximas proezas.
Desde el otro lado, cuando el viajero ve cruzar troncos de árboles y animales muertos sobre la superficie barrosa y calibra la fuerza de su caudal, no puede menos que estremecerse y dar gracias a la vida. Y en la noche, cuando se lo escucha bajar desde las montañas golpeándose y arrasando como un ejército de fieras fabulosas, pareciera que nuestros propios corazones estuvieran en sintonía con su presencia y fueran parte de sus venas fluviales, vasos comunicantes con la tierra profunda.
Para quienes nacimos en estas tierras del Occidente colombiano es un privilegio haber crecido cerca de él sintiendo su presencia. Muchas veces de niños lo visitamos o lo vimos desde lejos y oímos en voz de nuestros mayores tantas historias apacibles y terribles. El río Cauca cruza nuestra historia y nuestro ser, así como el Danubio cruza y funda a Europa. En su largo viaje entre ambas cordilleras a través del tiempo, el río Cauca ha sido y es una novela viviente, una inolvidable serpiente fundacional de luz y de sombras.
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