Hace cuatro años, en una reunión en Bogotá en casa de la directora de la Biblioteca Nacional de Colombia, una escritora colombiana preguntó en una sala donde había varios autores mexicanos y colombianos invitados a participar en un coloquio sobre Álvaro Mutis, quién era ese señor de luengas barbas y largo cabello gris que estaba en uno de los sofás, cerca de la entrada, y no dudé en responderle que para mí Adolfo Castañón era uno de los siete pilares de la sabiduría latinoamericana.
Como todo pilar del saber y la cultura, él siempre ha estado ahí presente sin hacerse notar más que con sus libros y conversaciones, alerta a las cosas del mundo y de su país, como ya canta en Recuerdos de Coyoacán, largo poema dedicado a Octavio Paz, que es un manifiesto generacional donde se conecta con la tribu desde los tiempos de la adolescencia en los alrededores de ese lugar iniciático de la Ciudad de México donde yo también vivía y siempre lo encontré cargado de libros que extraía de las canteras de las bibliotecas o las librerías del centro histórico, como La Librería Madero o las de la calle Donceles, bajo truenos, sol o lluvia.
Uno de sus temas exploratorios es la amplia variedad literaria de los países que componen el extremo occidente latinoamericano, en el que se incluyen el gran Brasil, los países de ámbito francófono o creole, la extensa tradición indígena milenaria, la cultura afrodescendiente y las múltiples oleadas migratorias de muchos pueblos distantes. Esa multiplicidad cultural da a ese orbe una profundidad insondable de hechos históricos y literarios que bien pueden acumularse en un laberinto interminable de cuevas, cenotes irrigados donde los sedimentos de las culturas se superponen unos a otros a medida que suceden sismos, rompimientos tectónicos, derrumbes, incendios, guerras e inundaciones.
Esa es la materia con la que trabaja Castañón (1952), poeta, ensayista, cronista y viajero explorador de las escrituras continentales y mundiales que ha registrado paso a paso en su serie de Paseos, compuesta entre otros libros por La gruta tiene dos entradas, El jardín de los eunucos y Lugares que pasan, así como en Arbitrario de la literatura mexicana, El pabellón de la límpida soledad, Alfonso Reyes. Caballero de la voz errante y Por el país de Montaigne. El mexicano escribe sobre viejas glorias o escritores jóvenes desconocidos de diversos países latinoamericanos y se siente en casa en Buenos Aires, Santiago de Chile, Lima, Caracas, Bogotá, Medellín, Quito, Guayaquil, Río, Montevideo, Machu Pichu o Potosí. Y en sus ensayos vibra una prosa llena de energía y fiebre como cuando evoca las palabras de la gran María Zambrano, a Álvaro Mutis o a Octavio Paz.
Es heredero contemporáneo del linaje de los escribas porque él, como todo pilar, está ahí y sostiene con generosidad los muros y techos del templo protegiéndolos de la barbarie. Muchos de quienes se refugian bajo las columnatas y las cúpulas que el sabio sostiene con la frente sudorosa por el esfuerzo, no se percatan a veces de que él está ahí porque permanece silencioso con la mirada de búho alerta por encima del tiempo. Puede uno imaginar entonces a esos letrados antecesores suyos que florecieron en las riberas del Indus, el Éufrates, el Nilo o el Danubio, en las montañas chinas o indias cerca del Himalaya, en Bagdad, Fés o Córdoba y verlos trabajar bajo la llama de una vela anotando en papiros, tabletas y hojas blancas todos aquellos saberes para que los humanos del futuro no los olviden. Desde Sócrates, Platón y Aristóteles hasta San Agustín o Marsilio Ficcino, desde Confucio y Maimónides hasta Casiodoro de Reina, Erasmo, Montaigne, Alfonso Reyes, Elias Canetti y Jorge Luis Borges, estos seres humanos especiales, eruditos sin soberbia y profundos sin oscuridad, guardan la antorcha contra viento y marea.
Para mí Castañón es también heredero del linaje de los escribas prehispánicos que elaboraron millones de códices incinerados en tiempos de la conquista o desaparecidos en cavernas piramidales, descendiente de los escultores que tallaron las piedras con sus jeroglíficos para relatar la historia de las dinastías o los saberes cosmológicos e hijo de generaciones de cronistas, narradores, teólogos, filósofos e historiadores, clérigos conservadores o volterianos ilustrados, que se sucedieron en los siglos sucesivos de la Colonia, las patrias bobas y las repúblicas bananeras que leían a Vargas Vila, Amado Nervo y Gómez Carrillo.
Ahora que con radares se descubren ciudades prehispánicas gigantescas cubiertas por la jungla en México y el Petén guatemalteco, lo que confirma la magnitud y el nivel de aquellas civilizaciones desaparecidas de tajo por catástrofes o invasiones, sabemos que el terreno del continente americano ha sido siempre fértil para las expresiones del saber, la magia, la poesía y el arte y que los escribas de entonces han tenido una descendencia larga de sucesores que guardan la llama del conocimiento en madrugadas dedicadas a la lectura, la investigación y la reflexión, encerrados en sus grutas de saber rodeados de libros, revistas, manuscritos y periódicos, como lo ha hecho Castañón todas estas décadas como lector, editor del Fondo de Cultura Económica, miembro del Colegio Nacional o Académico de la Lengua en México.
El sabio guarda los saberes de la tribu y su principal característica es la modestia que caracteriza al pilar silencioso, porque atareado como está en el rastreo y desciframiento de lo dicho, escrito y pensado por otros, tanto los más conocidos como aquellos que han muerto en el anonimato y han pasado al olvido, sean revolucionarios o conservadores, iluminados o racionales, próceres ilustres o forajidos, es antes que todo un lector generoso y sabe que a la vuelta de la esquina está el olvido. Los otros brincan como saltimbanquis en los escenarios, pero ellos son felices en su biblioteca. De esa estirpe fueron en el siglo XX José Enrique Rodó, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Emir Rodríguez Monegal y José Emilio Pacheco.
El mejor homenaje que se le puede hacer a un lector tan fiel como Castañón es leer sus libros y descubrir una prosa que recorre todos los recovecos del pensar hispanoamericano, que se detiene con cuidado en la cantera inagotable de los autores con rigor y pasión. En cada ensayo suyo parece dar la vida y por eso leer sus libros es una experiencia apasionante que entusiasma. Los lectores latinoamericanos y españoles deberían volver a reconciliarse a través de él con el ensayo, género que floreció en el continente y al que pertenecieron figuras humanistas inolvidables y necesarias.
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