Paul Morand (1888-1976) fue uno de los escritores más celebrados en Europa y el mundo en tiempos de entreguerras y sus obras traducidas a varias lenguas se compraban como pan caliente. Amante de la buena vida y las altas esferas, las marquesas y las duquesas y los hoteles palaciegos, diplomático de profesión aunque un poco vago en el trabajo, Morand desde muy joven saltó a la fama con dos colecciones de relatos, Abierto la noche (1922) y Cerrado la noche (1923), donde con una prosa ágil, eléctrica, lúcida, se volvió el ejemplo del cosmopolitismo y una día estaba en Japón y el otro en Alaska, más tarde en Lima y mañana en El Cairo, San Petersburgo, Tíbet o Saigón.
Después del fin de la Primera guerra mundial, donde murieron millones de jóvenes en las trincheras víctimas de gases tóxicos o balas, su generación quería vivir a toda velocidad, bailar, ir al music-hall, bailar con Josephine Baker o Carlos Gardel y libar en clubes, burdeles y bares de las capitales del mundo. Después del apocalipsis no quedaba más que divertirse antes de que la locura humana volviera de nuevo a desencadenar la Segunda guerra mundial, que en muchos aspectos superó en destrucción y muerte a la primera. Había que derrochar el dinero antes y después del crack financiero de 1929, vestirse bien, embriagarse, viajar en transatlánticos, reposar en las mejores playas y departir en los mejores salones.
Morand, por ese entonces era escéptico y su originalidad radicaba en que mientras muchos de sus contemporáneos creían con fe ciega en sus ideologías y se hacían matar por ellas, él desconfiaba del hombre y sus intenciones o actuaciones. Amigo de Proust, el prosista amaba las nuevas tecnologías y coleccionaba los mejores automóviles del momento, bólidos en los que viajaba de ciudad en ciudad. A la velocidad del Bugatti recorría las carreteras costeras del Mediterráneo y viajaba de puerto en puerto en los paquebotes más lujosos. Y desde cada uno de esos lejanos países enviaba las crónicas o los relatos que hacían las delicias de los lectores.
Describió y vivió como pocos la Nueva York futurista de los años 30, amó Londres, donde residió muy joven y experimentó amores inolvidables que plasmó en su narrativa. Amó Roma, Sevilla, Venecia, el Caribe y sus libros incluían publicidad de autos, agencias de viajes, casas de moda y perfumes. Como Antoine de Saint-Exupéry, otro viajero de aquel tiempo que era más que todo aviador y pionero del aire, los libros de Morand marcaron época y su destino lo llamaba hacia las mieles de un éxito y una gloria sin límites. El esnob se casó con una millonaria princesa rumana que fue el amor de su vida y con quien reposa en Trieste. Pero en el camino se le atravesó la historia y el estallido de la nueva guerra en 1939.
Su país y Europa fueron ocupados por los nazis y él decidió apoyarlos trabajando para el gobierno francés de ocupación encabezado por el general Pétain y el Primer ministro Laval, amigo de su familia.
Se negó a apoyar a Charles de Gaulle, quien encabezaba la rebelión desde el exilio en Londres y en su mansión de París, cerca de la Torre Eiffel, recibió durante tres años en fiestas y cenas a los principales dignatarios del gobierno alemán, algunos intelectuales y militares tan destacados como el gran escritor Ernest Jünger, quien murió centenario convertido en una gloria de las letras.
Al lado de Louis Ferdinand Céline y Drieu la Rochelle, Paul Morand hizo parte de los intelectuales colaboradores que apoyaban a una Europa dominada por la bota nazi. Unos como Céline, y Robert Brasillach, que festejaban en bares y restaurantes con los ocupantes, denunciaron y celebraron felices la detención de niños, jóvenes, mujeres y viejos judíos que eran enviados a morir en los campos de concentración. Pero cuatro años después la rueda de la fortuna giró y los nazis fueron derrotados por los aliados y De Gaulle llegó triunfante a París.
Unos colaboracionistas fueron fusilados, otros condenados a la cárcel o condenados al exilio, la ignominia y el olvido. Morand a los 56 años quedó quemado para siempre y terminó en Lausana, donde residía en una casa que le prestaron amigos ricos y tan pobre que debía ir al café de la esquina para leer los diarios, pues no tenía para comprarlos. Solitario y misántropo, el viejo Morand pasó de ser un dandy mundial a una sombra lúcida y vital que asumía su caída y fracaso y escribía rodeado de sus fantasmas. Dos décadas después algunos jóvenes de la generación de Los Húsares lo rescataron y lo pusieron de nuevo en circulación.
Toda esa vida la cuenta Jean François-Fogel en su libro Morand Express. A la muerte del viejo, el entonces joven Fogel decidió visitar todos los lugares donde él vivió, como Tánger, Nueva York, Londres, Lausana, Venecia o Trieste, y entrevistarse con las personas que lo conocieron, así como con muchas de sus múltiples amantes y amigos que lo frecuentaban cuando era famoso y rico. La búsqueda del maestro la hace con lucidez y espíritu crítico y no es ninguna hagiografía. De allí sale un retrato crepuscular excelente sobre los dramas del siglo XX y las nostalgias del siglo XIX y el pasado milenario. Recorre y describe los despojos del hombre e inclusive asiste a una subasta de sus muebles, entre ellos su cama.
A Jean François-Fogel lo conocí hace mucho tiempo en México y él me contó entonces con entusiasmo que había escrito Morand Expréss, pero nunca conseguí el libro o este se me ocultó hasta la semana pasada cuando lo encontré por azar en el bello pueblo donde está enterrado el pintor holandés Vincent Van Gogh, en una de las librerías de viejo más fascinantes que haya visto en la vida, junto a la estación de trenes, montada en una sucesión de vagones abandonados del ferrocarril.
He devorado el libro publicado por Grasset hace ya 38 años y me ha conmovido. Porque es un bello y lúcido homenaje de un joven a un viejo maestro defenestrado por los crueles gajes de la historia. Está muy bien escrito y es a la vez una gran reflexión sobre la vida y el destino de los seres humanos y los avatares de las obras literarias y los libros que viven y mueren como los humanos. El excelente libro de Fogel es además un viaje al amor, el deseo, la juventud, el esplendor, las ciudades, los trenes y la belleza que se marchitan, a las casas abandonadas, a los muebles subastados, a la ambición, la vanidad y el olvido. Fogel escribió así también una pequeña joya literaria suya, que brilla por su precisión y elegancia y está por encima del tiempo.
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