Cuando aun no se sabía si una parte o toda la catedral de Notre Dame se desplomaría después de la caída de la flecha y el hundimiento de la bóveda central que anuda las fuerzas y energías del templo gótico, acudí debajo de un puente en un costado de la Isla de la Cité para ver desde abajo, en la oscuridad, el monumento en llamas cuyas lengüentas se regaban sobre el agua del río como llamaradas líquidas.
Llegaban allí muchos jóvenes y personas de todas las edades en su mayoría parisinos conmocionados por lo que estaban viendo. Y no era para menos. Jamás pensé que algún día asistiría a un espectáculo impensable: la probable destrucción del emblema central y casi milenario de la ciudad donde he vivido la mayor parte de mi vida y de un país cargado de historia. Hacía unos años se habían celebrado los 850 años de su existencia y con ese motivo trajeron con pompa nuevas campanas que se instalaron en las torres que albergan los campanarios frontales, cuyo remozamiento ha sido permanente.
Notre Dame ha sido cantada por los poetas de todos los tiempos, dibujada y pintada por los artistas del medioevo, los tiempos góticos y renacentistas, las eras de gloria monárquica y de revoluciones implacables, narrada por autores de leyenda separados por siglos como Rabelais y Víctor Hugo. En Gargantúa y Pantagruel el grotesco joven gigante llega a estudiar al barrio latino y en un momento, ebrio, se sube a la mole y desde allí orina sobre los parisinos.
Tras la Revolución Francesa de 1789 Notre Dame quedó en mal estado y como tantos otros templos estuvo a punto de ser destinada a usos como bodegas, cuarteles, comercios, pero resistente como toda vida a las caídas y los ascensos del destino, volvió a emerger de la oscuridad para erguirse de nuevo bajo los gobiernos de las restauraciones borbónicas y napoleónicas del siglo XIX.
El poderoso arquitecto Eugène Viollet-le-Duc (1814-1872) tras ganar un concurso en 1842 la reconstruyó a su gusto desde mediados del siglo XIX y es el creador de la flecha que se desplomó espectacularmente una hora y media después del inicio de las llamas en el crepúsculo del lunes. También su equipo es el autor de muchas de las gárgolas, santos y esfinges y los críticos dicen que el fantasioso artista recreó el templo según sus gustos y caprichos, como ya había hecho en otras catedrales e iglesias del país o en ciudadelas medievales como Carcassonne.
Desde lejos la humareda gigantesca de colores densos cruzaba el cielo de París y desde donde se podía, desde Belleville o Montmartre o desde los pisos altos, se veía el fuego intenso que iba devorando toda la techumbre soportada por un bosque de madera instalado en el siglo XII y que a lo largo de ocho siglos permaneció allí por milagro como un ejemplo del trabajo de las cofradías de artesanos medievales. Para construirla se necesitaron las maderas de 1.300 robles centenarios que fueron preparadas durante medio siglo según las técnicas de la época.
La gente en las barras de los bistrós populares comentaba la noticia y especulaba según sus creencias y fanatismos. Algunos jóvenes de la generación de los millenials lloraban y afirmaban su estupor, otros se arrodillaban y rezaban, aquellos tocaban sus violines, unos se abrazaban. Los sabios ancianos observaban en silencio con una profunda mirada interior, como si la tragedia fuera la metáfora de su propia vida.
Debajo del puente, como corderos que esperan el sacrificio, los curiosos veíamos en silencio la imagen que bien podría ser la de un cuadro de Turner y la captábamos con nuestros teléfonos celulares unos o las cámaras otros. Al otro lado del brazo del río se veían las gigantescas escaleras que proyectaban desde el aire los chorros de agua con los que se trataba de preservar del fuego otras partes del templo para conjurar un desplome inminente y catastrófico.
En el cuartel general, el jefe de los bomberos de París y otras autoridades analizaban como en el campo de batalla las tácticas y estrategias a seguir. La torre norte era la que corría más peligro y destacaron en una misión casi suicida a diez bomberos para que subieran y desde ahí trataran de evitar que el fuego golpeara al talón de Aquiles de la Iglesia.
En nuestra cueva, viendo Notre Dame desde atrás, cuando por el río pasaban botes de la gendarmería o de los bomberos, los héroes eran aplaudidos por la gente recostada sobre los muros de las riberas. Por instantes uno parecía inmerso en un ángulo ficticio de la literatura de Joris Karl Huysmans, el novelista católico que narró con maestría las catedrales góticas de Francia y Europa. Hacia medianoche parecía que la mole estaba a punto de salvarse del colapso. Podíamos ir a tomar vino en un café cercano y respirar.
En todas las estaciones mi vista preferida de Notre Dame es la que se observa por detrás, desde la confluencias de la Isla San Luis y la Isla de la Cité desde donde estaba presenciando el espectáculo el lunes por la noche. Sentarse en un café en primavera, cuando el frío desaparece y brotan las flores y cantan los pájaros, y desde ahí percibir la aguja y los techos de plomo era uno de los más grandes placeres del año. Ver a Notre Dame, la gran señora, daba seguridad y fuerza. El lugar era siempre el símbolo de la estabilidad materna y nadie podía imaginar que estuviera en riesgo o pudiera desaparecer.
Ahora que se ha conjurado lo peor, los expertos emprenderán poco a poco los trabajos de consolidación antes de trabajar por años en la restauración, después de convocar a un riguroso concurso donde participarán los principales arquitectos y expertos de Francia y el mundo. Unos abogan por restaurarla igual a como la refundó Villet-le-Duc en el siglo XIX y otros defienden un nuevo concepto con materiales y tecnologías recientes que la proyecten hacia los siglos futuros. Notre Dame, herida, inicia una nueva era de su larga historia. Tal vez en mil años todavía esté ahí si el mundo aun existe.
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