Eduardo García Aguilar
La aparición reciente de varias fotos donde se ve a jefes exparamiltares y exguerrilleros colombianos sentados sonrientes frente a frente y luego estrechándose las manos en un recinto religioso, bajo la mirada atenta del sacerdote jesuita Francisco de Roux, Álvaro Leyva y otros mediadores, es un episodio más de los ritmos ineluctables de la historia.
Encarnizados enemigos que sembraron el terror en montañas, valles, riberas, colinas y remansos del paisaje colombiano, líderes de implacabales ejércitos armados hasta los dientes que veían desde sus puestos de comando pasar los cadáveres de centenares si no miles de compatriotas, como soldados, campesinos, mujeres, guerrilleros, milicianos, policías, maestros, sindicalistas, flotando en los ríos Cauca y Magdalena y sus afluentes con gallinazos a bordo, encontraron por fin un lugar donde mostrar que todo aquello puede ser pasado, registro historiográfico, recuerdo vago de ancianos con inicios de Alzheimer. Todos los horrores de la humanidad, desde Nerón hasta Atila, pasando por Hitler y Pinochet, han terminado en el registro notarial y archivados.
No son ni serán los primeros protagonistas de las mil y una guerras colombianas o mundiales en encontrarse ya viejos, cansados y debilitados para tratar de tejer la historia de sus fechorías de juventud, cuando animados por ideologías y fanatismos, mesianismos y delirios, odios y rencores, pensaban que podían imponer a los otros sus planes ideológicos a sangre y fuego y en medio de un lodazal de sangre y vísceras.
El legendario general vietnamita Giap, que venció a Francia y a Estados Unidos en las guerras de Indochina y Vietnam, se encontró anciano y centenario para tomar el té con su enemigo el general estadounidense John Mc Cain, que estuvo preso en sus mazmorras. Y como este caso emblemático, ha habido centenares de fotos de ancianos exenemigos que en el crepúsculo de sus vidas se encuentran para recordar su sanguinaria juventud.
Esa ha sido por desgracia la historia incesante de un país como Colombia desde la llegada de los conquistadores españoles, que a sangre y fuego exterminaron a los pueblos autóctonos que vivían en estos ricos territorios llenos de riquezas. Basta una vista del Museo del Oro para hacer la cartografía de aquellos pueblos prehispánicos que vivían en medio de la abundancia en valles y montañas interminables e inagotables. Lo mismo ocurrió en Estados Unidos hasta que no quedó sino el último Mohicano.
De todos esos indígenas quedan solo los rastros de su alfarería, los instrumentos de piedra o madera, algunas ruinas de construcciones y figuras pétreas y las joyas de oro que usaban y brillaban a lo lejos prefigurando el famoso mito de El Dorado. Todo eso fue aniquilado en un genociodio sin nombre porque aquellos habitantes de estas tierras nuestras, a diferencia de otras civilizaciones más elaboradas como las mexicanas y peruanas que acordaron de Estado a Estado una pasión ventajosa de jerarquías, no aceptaban el nuevo yugo de los invasores y preferían antes morir a ser vencidos.
Pasaron luego tres siglos de una Colonia cerrada e implacable donde los pocos sobrevivientes vencidos fueron subyugados o tuvieron que alejarse a las periferias, a los territorios malsanos, húmedos y calurosos, donde morían de enfermedades, miseria y hambre. Basta leer crónicas y documentos para imaginar la mortandad, la injusticia, el racismo que reinaron en esos inmensos latifundios y minas regentados por los blancos hispanos, hidalgos y criollos endogámicos de donde provienen las clases hegemónicas de este país y que fueron bien descritos por Tomás Carrasquilla en La marquesa de Yolombó.
La lucha por la Independencia no fue tampoco un lecho de rosas y los soldados en harapos que acompañaron con ingenuidad a los héroes de Bolívar y a sus lugartenientes tuvieron pronto que darse cuenta que nada había cambiado y que a lo largo de las patrias bobas del siglo XIX lo unico real fue la sucesión de guerras cada vez más atroces entre caudillos, que culminan con la famosa Guerra de los Mil días, donde se dice que se construían pirámides de calaveras.
Casi todos nuestros héroes y próceres patrióticos a lo largo de los siglos han sido implacables jefes militares, caciques regionales, forajidos atrincherados en lugares estratégicos e inexpugnables como el famoso personaje de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, cabecillas que reinaron en sus bastiones inaccesibles bajo la ley del miedo y la amenaza.
Y todos ellos, por la ley de la vida, cuando no cayeron en una emboscada o en combate o fulminados por un infarto, o fusilados por sus compañeros o hermanos, terminaron viejos, cansados, calvos o canosos como los paramilitares y los guerrilleros que esta semana se dieron la mano y posaron para las cámaras fotográficas.
No sabemos si serán ellos los últimos o si entre las nuevas generaciones ya se preparan nuevos héroes a sucederlos en la guerra interminable que ha signado a Colombia desde su existencia y es muy difícil augurar con certeza que las guerras locales han terminado para siempre. Hay que celebrar que ya no se maten ni siembren el campo, los pueblos y las ciudades de muertos inútiles, viudas, huérfanos, lisiados y enfermos mentales llenos de odio y rencor insaciables, como en tiempo de La Violencia lo fueron aquellos bandoleros de leyenda llamados Desquite, Sangrenegra, Chispas, Alma Negra, Zarpazo o Capitán Venganza.
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