La primera imagen que tengo de Mario Santiago se remonta al día en que, después de una larga fiesta en la capilla Alfonsina de Alfonso Reyes, caminábamos por los viejos barrios céntricos de Ciudad de México entre amigos. Estaba embebido en el extraño estupor de no entender los códigos milenarios que rigen la cultura y la política de la tierra de la Coatlicue. Recién llegado a estas calles tras años de vivir en Francia y Estados Unidos, buscaba con agitación las primeras coordenadas del ejercicio literario local, las nuevas corrientes de la poesía y la prosa, los vuelos del pensamiento, los rasgos secretos de la rebeldía; en esa búsqueda, hallé a Santiago y a los infrarrealistas y me parecieron del todo normales, porque en el Caribe, Centroamérica y Sudamérica casi todos los poetas son así: terribles como Verlaine, Barba Jacob o Ezra Pound.
Por eso acepté subir con ellos hasta la casa de Santiago, en un piso alto de alguna calle de la Colonia Escandón, para hablar de poetas peruanos y brasileños o de la locura de Nerval, Rimbaud, Apollinaire y Cendrars juntos, e incluso de los nadaístas colombianos. Llevaba apenas unos cuantos meses en México, y cuando el terrible poeta sacó de una cómoda la enorme botella de licor y la puso en el centro de la habitación, no pude contener la simpatía por lo que florecía adentro, en las aguas del mágico brebaje. A través de la cristalina pureza del tequila o del mezcal, se observaba un precioso peyote de intenso verde con bordes color azul de metileno, y de su cuerpo embebido salían ramas que me parecieron de inmediato surgidas del sueño de Thomas de Quincey.
Desde entonces, la imagen de Santiago está ligada a esa botella, a esa raíz alucinante, a ese licor translúcido. Locura, ebriedad, rabia, marcan la poesía de Santiago. Sé que no podré jamás olvidar ese peyote florecido en la botella como imagen concreta de lo que es el arte: rebeldía, extrañeza, excentricidad, amor, rabia, furia, carne, mordiscos, delirio.
En México, la existencia de los rebeldes infrarrealistas me pareció algo tan normal como si ocurriera en Estados Unidos, Francia, Rusia o Perú. Pensé que esos poetas hacían parte del juego múltiple de la poesía local y que por ende pertenecían a un amplio campo de tiro plural, donde no solo existía o era admitida una corriente bien portada del ejercicio poético, la que fatiga crepúsculos y albas y sueños, y gana concursos y se unta de perfume, sino otra, la terrible y sucia heredera de la poesía norteamericana, con aires de libertad inyectada desde Brasil o Perú. No acerté: pronto supe que esa poesía maldita mexicana no podía ser aceptada y que se le veía como un peligro mayúsculo, un asunto de verdadera seguridad nacional.
Santiago y sus amigos, entre los que se destacaba el joven poeta y narrador chileno Roberto Bolaño, que con carácter póstumo los haría famosos en su novela Los detectives salvajes, eran extranjeros en su propio país y los detestaban por rebeldes y antisolemnes. En Colombia, como en Perú, casi todos los poetas son malditos de antemano, porque no hay más botín para repartir en la muerte y la fiesta, y por eso los terribles infrarrealistas, a quienes muchos evitaban con pavor en aquel entonces, me parecieron poetas que cumplían con su verdadera función, o sea la ejercida por Baudelaire en su canto a la carroña.
El poeta Santiago nació un 24 de diciembre de 1953 en Ciudad de México pero desde muy joven se aventuró a recorrer Europa. Cada día surge una nueva leyenda sobre las andanzas de ese joven poeta flaco por París, Barcelona o Viena o Jerusalén, o el Sinaí, donde fue perseguido en el desierto por aviones secretos y radares cuando iba, cual cruzado, en pos de una ninfa caballeresca a la que amaba.
En París y Barcelona trabó amistad con los poetas peruanos, que siguen siendo cómplices de su extraña aventura, y en las noches interminables de ese exilio fraguó el camino de su excéntrico ejercicio literario. Luego regresó a su país, y como tantos extranjeros y locales fue devorado por la urbe, donde escribía con furia y alegría su poesía, como en Aullido de cisne, que se inicia como era de esperarse con una "Vision del Sinaí", lugar donde deambula "el de las mejillas de cactus, el de los cigarros trepadores, el bebedor de escalofríos, el explorador de labios submarinos".
A lo largo de 150 páginas nos encontramos con una voz peculiar e impar dentro de la tradición mexicana, que rinde homenaje a la adolescencia bisiesta de Cendrars, al éxtasis alcohólico de Malcolm Lowry y se interna a cantar en el manicomio de Leopoldo María Panero y Antonin Artaud, en la imposible búsqueda del "extenso linaje de la mierda", convocado en uno de los mejores textos, "Canción implacable".
Siemprevivas eternas, verde mota selvática, asesinos sonámbulos, metros de París o de la ciudad de México, lunas imantadas, mordeduras de éter que maduran al sol, torvas azoteas, moscas de flor de loto, higueras azuladas, reses que braman y enloquecen, magma de gorilas ermitaños, gargajos de dioses, sedas del deseo, son algunas de las figuras, expresiones, gritos que pueblan una poesía que surge desde lo escatológico para llegar a esa horrible ternura que lo hace decir que “la poesía es mi mujer, le he dado todo, no me puede fallar”.
Aullido de cisne, último libro publicado en 1996 por Santiago antes de su prematura muerte accidental en 1998, reúne unos 60 poemas de diversa extensión y tono, como si estuvieran en una incubadora permanente de “convulsiones refrigeradas” y “esculturas de pólvora”, agitadas por una “libélula amarga” que sobrevuela sobre “manglares de ganzúas”.
A lo largo de estas páginas, Santiago nos sorprende en cada esquina con una imagen inédita, mostrando que su ejercicio va más allá de la simple furia o la escatología. Porque en esos textos el español de México se deja tocar, poseer, comer por el rock y las pervivencias prehispánicas, y allí todo es posible. Cada poema es exploración, cóctel de palabras agitado hasta el infinito.
Quien entra allí hecho niño, viaja en el tren fantasma por túneles llenos de brujas gritonas, ogros vomitados, esqueletos danzantes, tumbas florecientes, indigentes infames y malolientes, asesinos fugitivos, espectros. La poesía de Mario Santiago aparece para ser apedreada, odiada, incomprendida, escupida porque está escrita con sangre, como si cada palabra fuera la última, el anuncio de la muerte, el aullido del cisne descabezado.
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