En medio de una vegetación indomable varios hermosos balancines pintados de azul claro y amarillo extraen inexorablemente el oro negro que brota de las tuberías como una masa chasqueante. Las poleas resuenan en la soledad accionando un tubo que penetra en otro tubo. El aparato parece tener vida propia. Semeja a un insecto gigantesco y zancudo de acero cuyo pico bebe en la fuente la viscosidad profunda de la tierra. Al lado solo se escucha el canto de los grillos y al fondo del paisaje, por encima de la vegetación, se ve la humareda misteriosa que sale de las refinerías y se desperdiga por el cielo sin fin ni destino.
Junto a un enorme balancín doble hay un pozo abierto en donde el petróleo burbujea. Un magma verdoso y grisáceo cubre el líquido nauseabundo mientras unos niños juegan con canicas al lado de su choza indígena. Para ellos la extraña maquinaria que ha logrado diluirse entre la vegetación es un animal como cualquier otro, tal vez una emanación de la propia tierra. Una mujer extiende la ropa lavada, un joven llega en una bicicleta y penetra por la vegetación hacia otra choza donde lo esperan unos niños. De pronto se escucha el glugluar profundo y algunas burbujas explotan sobre la superficie del pozo petrolero y por los resquicios secretos de la tubería salen chorritos negros que resbalan lentamente.
Por todos los lados hay tubamentas oxidadas cubiertas por la vegetación, trozos de máquinas olvidadas o inservibles guantes rotos y negruzcos que algún operario abandonó hace mucho tiempo. El silencio es cada vez más penetrante. Desde una colina se observan aún más balancines desperdigados aquí y allí, al capricho de la naturaleza. Uno aquí junto a un árbol, detrás de las palmeras, otro más allá escondido entre una vegetación silvestre, aquél en la hondonada al lado de una carretera sin rumbo. Entre el verde cariñoso de las zonas tropicales resalta el color azul cielo de la parte móvil del mecanismo, el amarillo oro de la estructura y el negro penetrante del crudo.
Por un momento, cualquiera puede pensar que las viejas deidades han sido reemplazadas por estos seres que chupan del fondo de la tierra la sangre del sacrificio. Tres iguanas salen de repente, se detienen por un instante y miran al inoportuno visitante. Luego desaparecen haciendo escuchar sus pasos entre la maleza. Los balancines no se inquietan. A intervalos seguros hombres de cascos se acercan a orar y a implorar junto a sus goznes, musitando palabras invocatorias. El visitante se arrodilla y ora por varios minutos y deja que el sol le queme la piel.
No lejos de allí las torres gigantescas de la electricidad parecen aún más impresionantes. Son como aves antediluvianas de las que solo queda el esqueleto y están unidas por cables que el viento mece. Al fondo se ven las torres de la Refinería de El Cangrejo, y los enormes barriles de donde sale el líquido a cumplir un proceso interminable a través de torres de enfriamiento y tubos cerrados que cambian el oro negro en óxido de etileno, acetaldehido, polietileno, benceno, tolueno, ortoxileno, paraxileno, aromáticos pesados, mezcla de xilienos, etilbenceno, propano, butano, butileno, pentano, hexano y nafta.
En lo que fue alguna vez el idílico rancho de don Amadeo Caballero se extiende un complejo gigantesco que brama y brama con furia, expulsando vapores blancos, llamaradas infernales de donde sale un humo negro y desesperado que cubre el cielo de los trópicos. Formas rectangulares, cilíndricas, cónicas, circulares, se unen entre sí con un churrigueresco tejido de escalerillas y puentes de acero por donde de vez en cuando un hombre de overol camina y se pierde devorado por las bocas asesinas de la maquinaria múltiple. Son cuadras y cuadras tupidas de torretas y tubamentas que custodian los soldados adormecidos.
A cierta hora comienzan a salir los obreros. Algunas jóvenes mestizas y mulatas esperan a sus novios junto a las escalerillas de un puente abandonado. Los que antes cortaban caña o cazaban iguanas entre la vegetación de cangrejos, pasan ahora turnos junto aquellos tubos de la nueva civilización. Los descendientes de la civilización olmeca, amante de colosales deidades, adoran ahora al Dios-tubo, al Omnipotente balancín, al Consejo Superior de Sacerdotes Metálicos, a la diosa hembra de la Refinería, al vino mágico que viene del magma, al Dios Sol del progreso.
Al llegar al puente que cruza sobre un río el aire se vuelve pesado. La bruma mezclada a la humareda del amoniaco hace invisible las embarcaciones. Entre la invisibilidad absoluta y atosigante resalta, sin embargo, el sol espectacular y anaranjado que logra cortar la metálica capa de aire. Algunos rayos logran desparramarse sobre el río pintando un titilante rumbo de rojizas líneas languidecientes. Una carretera de arena conduce al visitante por un paisaje desértico cubierto de ladrillos, tubos oxidados, enormes instalaciones obsoletas y casetas derruidas.
El visitante se va alejando hasta llegar a una playa infecta y moribunda que sirve para desechar carrocerías oxidadas. La carretera bordea el mar y al fondo se ve el desfile de enormes barcos de carga, cisternas inimaginables que esperan dormidas el turno de cargar el oro negro. Son cinco, diez, tal vez quince, las embarcaciones que dibujan el horizonte con sus edificios de cubierta. Se cruzan nuevos barrios con bares de rocola, cuyas músicas de amor se chocan contra paredes y charcos abandonados. Nuevas avenidas truncas se dejan ver solitarias a lado y lado, de pronto alguna fábrica que entró en bancarrota y que dejó tubos extraídos a la intemperie y después el río por donde circulan pequeñas embarcaciones.
Al otro lado del muelle Nueve se ven las refinerías y las instalaciones portuarias. Con binóculos uno puede observar el ajetreo de los cargadores, el movimiento hormigueante de ciertos oficiales y militares con fusiles, la soledad de un faro blanco, cuya mítica función es lo único que alegra este desierto de arena y acero. El visitante ve los barcos que están esperando en el muelle algo que nadie sabe. Hay uno que se llama Birdie y otro The Gulf Streams. El agua se choca contra su casco negro y sus edificios de cubierta, desprovistos de la actividad del viaje, semejan naves interplanetarias olvidadas en un rincón del planeta del olvido. Son los barcos del fin del mundo. Algunas aves caprichosas vuelan sobre el paisaje lunar del progreso. Con cierto cinismo dan toque real a una zona que ya está anclada en el futuro y cuyo pasado es una nostalgia imposible. Lo que alguna vez fue el paraíso perdido, hoy es el reino del desastre.
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