Reflexionando desde la lejanía del tiempo sobre la historia de Colombia, país que vive desde su creación en medio de un conflicto insoluble entre la caverna cíclica ultramontana y el tolerante espíritu laico del liberalismo social, se tiene la impresión de que el guión se repite sin cesar y que avanzados ya como vamos en el siglo XXI, estamos siempre al borde de volver hacia atrás, de caer como la Alicia de Lewis Carrol en un mundo paralelo que no es maravillas sino de horror y oscurantismo.
Todos los esfuerzos que la sociedad colombiana en su conjunto hace durante décadas para ampliar la democracia, abrir espacios a la tolerancia y alejarse de la violencia ancestral, son contrarrestados por sectores cainitas que parecieran siempre estar molestos porque el país conquista algunos espacios de calma para dedicar su esfuerzos a la educación, la ciencia, la salud, la protección de la naturaleza y la creación de nuevas infraestructuras. Sectores muy fuertes del país en uno y otro bando, en el campo de los de arriba y los de abajo, de los de izquierda o de derecha, están llenos de odio y alimentan con sus acciones la psicopatología colombiana. Pareciera que el mal se hubiera anclado para siempre en esos seres que surgen de siglos de guerras e injusticias, frustraciones, hambre, miseria, ejecuciones, racismo, matoneo, arreglos de cuenta, persecuciones. Necesitarímos miles de psicoterapeutas para intentar curarlos.
El estallido esta semana de una terrible bomba en el barrio La Macarena, junto a las Torres del Parque, preparada con toda la intención de matar a la mayor cantidad de seres humanos con las esquirlas de metralla que usan los peores terroristas del mundo actual como el Ejército Islámico, nos ha retrocedido a la pesadilla de otros tiempos. La Violencia de los años 40 y 50, la guerra entre insurgentes fanáticos y gobiernos autoritarios de los años 60 en adelante, la ola de terrorismo y muerte generada por los sanguinarios capos del narcotráfico encabezados por Pablo Escobar y después el espantoso holocausto generado por los poderosos paramilitares, vuelven como fantasmas, pesadillas, espectros, a rondar en las noches de los ciudadanos inermes.
A la terrible explosión de La Macarena, que dejó un soldado muerto y decenas de heridos que perdieron ojos o quedaron mutilados o marcados por las esquirlas, antecedieron otras deflagraciones en el viejo barrio de Teusaquillo, que aterrorizaron a familias y despertaron a los vecinos en plena madrugada, como hace apenas unas décadas ocurrió con los atentados en el DAS o El Espectador, El Nogal y tantos otros episodios de la violencia colombiana en Bogotá. La onda expansiva genera miedo, paraliza, crea angustia, incertidumbre.
Hace apenas unos lustros, cuando uno salía en Bogotá a comprar el mercado o hacer alguna vuelta burocrática, no sabía si volvería a la casa y todas las familias colombianas, incluso la mía, contamos con algún o algunos familiares alcanzados por los efectos colaterales de esa guerra larvada. Secuestros, asesinatos, atentados, magnicidos, exterminio de personas de izquierda, eliminación de desechables, falsos positivos, han dejado huellas en todos nosotros. Y esa incertidumbre abarca todas las regiones de un país que cuenta con millones de desplazados en el interior y el exterior.
El azar hizo que varios amigos experimentaran de cerca el susto de la onda expansiva en Teusaquilllo y La Macarena y fueran testigos del estruendo de los vidrios rotos en manzanas a la redonda. O como diría el novelista Juan Gabriel Vázquez, "el ruido de las cosas al caer". La prensa ha sido discreta con el suceso y hasta ahora solo se habla de suposiciones de diverso tipo, pero esos hechos son de una gravedad inmensa. Cuando el país trata de terminar con un conflicto de medio siglo y desde hace meses el cese del fuego bilateral es un hecho real que ha traído como resultado que ya no haya más soldados ni guerrilleros ni civiles muertos en las montañas, pueblos y provincias alejadas, la acción de esas fuerzas oscuras son una alerta temible.
Cuando millones de colombianos votaron el año pasado sorpresivamente por el no al Acuerdo de Paz, una periodista definió con claridad lo sucedido y exclamó: "bienvenidos al pasado". Los colombianos de todos los tiempos somos bienvenidos de manera recurrente al pasado, por lo que uno a veces piensa que el país tendría que disolverse y difuminarse en esferas mucho más amplias para que los seres humanos que la conforman recobren la paz y la concordia y salgan al fin y para siempre de la neurosis permanente y sus secuelas.
Los millones de colombianos que vivimos en el exterior hemos encontrado en otros países formas normales y civilizadas de vida y salvo algunos maleantes inevitables, la gran mayoría de esos millones se adaptan a vivir y trabajar en paz en Canadá, Estados Unidos, México, Argentina, Perú, Chile, Australia, España, Francia, Italia, Alemania, Bélgica, Inglaterra y otros países. Y los millones de colombianos que viven en el país han solidificado con su trabajo escuelas, hospitales, instituciones, sitios de recreo, administraciones, comercios.
A su vez las mujeres del país garantizan con su fortaleza el bienestar de millones de niños, a veces en medio de la precariedad y el olvido, mientras los hombres se dedican a la política, las riñas o a la guerra. La fuerza, el talento, la solidaridad, la generosidad, el arte, la ciencia, la riqueza humana de los colombianos son inmensos y ejemplares, pero siempre están amenazados por el desencadenamiento de las hostilidades que buscan solo unos cuantos caínes amargados y enceguecidos por las ideologías.
Las fuerzas oscuras de todos los bandos nos recuerdan que la guerra en Colombia tiene permiso y puede volver a desatarse en cualquier momento. ¿Qué fin oscuro buscan esos atentados en plena Bogotá cuando ya se perfila un nuevo proceso electoral que será agresivo y angustiante como casi todos los procesos electorales recientes? ¿Cuántos sectores oscuros están fraguando ya en la sombra sus planes para que el país siga en el miedo y la intolerancia? En Colombia la guerra siempre está a la vuelta de la esquina como en La Macarena y Teusaquillo. Por eso los millones de colombianos de adentro y de afuera tenemos que estar unidos y alertas para que no triunfen los caínes de siempre. Los caínes deben ser expulsados del paraíso posible.
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