Nunca terminamos los latinoamericanos de celebrar a Julio Cortázar, que esta semana, el 12 de febrero, cumplió 35 años de fallecido y provocó muchos homenajes en la prensa del continente y las redes sociales, que son los nuevos medios de la era posterior a Gutenberg.
Nacido en 1914, el mismo año que su amigo mexicano Octavio Paz, el Cronopio era el hermano mayor de los autores latinoamericanos que se pusieron de moda al mismo tiempo que él publicaba Rayuela (Sudamericana, 1963) y varias colecciones de cuentos inolvidables, Final del Juego y Las armas secretas (Seix Barral, 1968), además de una serie de misceláneas donde jugaba con las historias y las palabras como si tuviera la mirada del propio axolote mexicano encerrado en un acuario del viejo Jardín de plantas de París.
La vida del personaje resumió las diferentes aristas de la literatura y el pensamiento de América Latina del momento. Al principio fue un exquisito escritor cultísimo y a la vez amante del jazz, el surrealismo y las nuevas corrientes de la cultura mundial de los años 50.
A diferencia de muchos autores del continente que llegaron desde siempre muy jóvenes a Madrid o París, Cortázar partió en barco ya siendo un grandulón que se acercaba a los 40 años y recaló en la Residencia de estudiantes argentinos de la Ciudad Universitaria donde con frecuencia se expone la carta de solicitud de alojamiento.
Tal vez por esa razón fue un eterno adolescente que hasta el final de los días tuvo esa extraña apariencia de un Dorian Gary a quien le seguía creciendo la cabellera y la barba negras, aunque no podía ocultar las arrugas profundas que marcaban su rostro y que al verlo de cerca eran impresionantes. Una extraña transmutación, pues en su juventud era un flaco gigante que parecía lampiño.
Bien pudiera haber sido personaje de muchas novelas de misterio inspiradas en los relatos de Edgar Allan Poe, autor que tradujo con su esposa Aurora Bernárdez, la albacea que terminó por organizar y editar su obra hasta sus últimos y muy senectos años en los que lo sobrevivió hasta hace poco. Ella, la primera esposa, traductora y lectora, a la que dejó primero por La Maga, y después por las hippies Ugné Karvelis y Carole Dunlop, lo recibió y lo cuidó cuando ya estaba afectado por la grave enfermedad y sabía que iba a morir.
De ese elegante intelectual exquisito que impresionaba ya en los años 50 con sus primeras obras, casi un artista que apreciaba el arte por el arte, Cortázar captó la energía de la época al escribir ese collage que fue Rayuela, obra que podía leerse de diversas formas y era un vademécum del hombre moderno, del artista que se niega a envejecer, a asumir responsabilidades y vive pobre en buhardillas en el ocio y las delicias del amor y la seducción y los placeres del vino y de la noche.
En su segunda etapa fue un autor comprometido con las causas de la izquierda y de la paz, un militante que se solidarizaba con los países donde surgían revoluciones que luego fueron traicionadas. No olvidaba las terribles atrocidades de las dictaduras militares que lo alejaron de su país durante una década y al que regresó cuando no corría peligro para visitar a sus amigos y despedirse de su madre, poco tiempo antes de su propia e inminente muerte.
Ese militante fue un ídolo de la juventud latinoamericana que lo recibía multitudinariamente en todas las capitales de América Latina en aquellos años 70 inolvidables, cuando el libro era un instrumento que volaba de mano en mano como nunca sin que hubiera fronteras entre todos los países, ahora segmentados, autistas, y divididos en muchos aspectos.
En aquellos tiempos las obras de los autores latinoamericanos se vendían de manera masiva y las editoriales agotaban existencias como si se tratara de pan, refrescos o pasteles. Tiempos aquellos de afirmación del continente, cuando Borges, Lezama Lima, Octavio Paz, Augusto Roa Bastos, García Márquez, Juan Rulfo, Mario Benedetti y Eduardo Galeano y tantos otros autores eran como estrellas de rock y se leían al mismo tiempo con gran entusiasmo en todos los ángulos del orbe hispanoamericano.
Pero Cortázar sigue siendo el hermano mayor y cuando sus lectores lo recuerdan buscan viejas versiones de entrevistas donde se le escucha con esa proverbial sencillez que lo caracterizaba. Y al releerlo, al revisar los cuentos magníficos, sus jugueteos e ironías como en las Historias de cronopios y de famas, al escuchar su voz, uno reitera que la literatura es un misterio que ondea sobre las olas del tiempo y sobrevive a las intemperies.
A veces voy al Old Navy, el café donde solía estar Cortázar en el bulevard de Saint Germain des Prés y que ahora sigue intacto con el mismo aviso de neón, la misma barra e idénticas mesas y los tapices rojos que cubren sus paredes. Es alguno de esos bistrots, que como La Palette de la calle del Sena y Chez Georges de la calle Canettes, siguen vivos desde el tiempo de los existencialistas, los congueros y los jazzistas que reinaban en el barrio.
Ahora en esta segunda década del siglo XXI el ambiente cultural del arte joven y de la irresponsabilidad se ha trasladado al barrio de Belleville, en el este de la ciudad, donde en cada esquina hay una sorpresa, algún grupo alternativo y donde los artistas de hoy celebran hasta altas horas de la noche intercambiando planes de discos, canciones, películas, libros, cuadros, amores y danzas. Si Cortázar viviera hoy con nosotros sin duda deambularía por esas calles con su cara de adolescente eterno y su mirada de rebelde sin causa como James Dean.
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