Al proponer el año pasado que el gobierno norteamericano dejara de aportarle más de 500 millones de dólares al Programa de Artes y Humanidades y al Instituto de Museos y Bibliotecas, el presidente Donald Trump reavivó el gran debate mundial en torno a la función y el lugar del arte dentro de la sociedad contemporánea, y, por ende, del papel del Estado para garantizar la formación y el acceso a las expresiones artísticas y culturales.
En Colombia y Caldas el arte y la cultura siguen siendo las cenicientas del cuento, y no precisamente las del final del cuento, como lo expresaba hace pocos días Leonardo Arias de la Corporación Teatral Actores en Escena de Manizales. A pesar de representar el 3,3% del PIB y el 5,8% del empleo en el país, cifras superiores a las de países como Reino Unido o Finlandia, el presupuesto de la cultura sigue estando en el baúl de las últimas prioridades.
El presupuesto del Ministerio de Cultura es de 390 mil millones de pesos, o lo que es igual, el 0,1% del PIB y el 0,2% del presupuesto anual. Esto implica que los recursos públicos destinados a esta área son equivalentes a 7.800 pesos por persona al año, muy lejos del gasto per cápita en los países del norte de Europa, donde se invierten $629 mil pesos (80 veces más) o del promedio de la Unión Europea, donde se asignan 350 mil pesos (44 veces más). El presupuesto no es solo reducido sino fragmentado y condicionado ya que proviene de fuentes tan diversas como el presupuesto nacional, los presupuestos departamentales y municipales, las estampillas, el impuesto al consumo a la telefonía celular y la ley de espectáculos públicos, entre otros.
Además de ser reducido y fragmentado, no existen políticas claras para distribuir los presupuestos de los entes territoriales y municipales, ya que, salvo algunas excepciones como las de Medellín, que cuenta con un Plan de Desarrollo Cultural desde 1990, la asignación se hace sin criterios claros y muchas veces con intereses electorales o ajenos al bienestar del sector. Es común ver en época de elecciones a los contratistas de las entidades culturales (y de tantas otras instituciones públicas) siendo arriados hacia las urnas para apoyar a los candidatos de sus jefes, a pesar de que son por lo general quienes le brindan poco o nulo apoyo al sector.
Lo que sí se ha impulsado como política artística y cultural a nivel nacional son los TLC y la Ley de Economía Naranja, la cual creó un consejo con la presencia de 7 ministros y sin ningún artista o creador, y promueve la lucha por recursos públicos entre las industrias creativas de países como Estados Unidos y la industria local, tal y como ha sucedido con la Ley del Cine, que le ha servido a las productoras norteamericanas, pero no al desarrollo del sector cinematográfico nacional. Esto es como poner al Barcelona de Lionel Messi a competir contra el equipo de fútbol del Jardín Manitos Creativas.
Además, en términos de formación artística y cultural sigue existiendo una gigantesca brecha. A la par de la crisis educativa en el sector público, se ha ido marchitando la educación artística en los colegios estatales y los docentes de estas áreas son concebidos como maestros de ceremonias o amenizadores de actos públicos. Mientras en los países de la OCDE, se enseñan 100 horas de educación artística al año, los docentes trabajan 700 horas y perciben un salario promedio de 10 millones de pesos al mes, nuestros docentes trabajan 1.200 horas al año y ganan en promedio 2,6 millones de pesos, esto es, trabajan 500 horas más al año y ganan 4 veces menos.
El arte y la cultura, como expresiones que preservan y desarrollan la identidad nacional, tienen que ser impulsados como un sector vigoroso mediante un presupuesto adecuado, políticas que trasciendan las administraciones de turno y una formación temprana garantizada por el Estado ya que asegura el acceso de todos aquellos que no podrían hacerlo de otra manera.
Ya es hora de que el sector se ponga las zapatillas, no de la cenicienta, sino para batallar por un trato digno y acorde con las necesidades reales del país.
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