Hace pocos días Rodrigo Rojas, un honorable representante a la Cámara del partido Liberal, presentó un proyecto de ley cuyo objeto es prohibir el uso de celulares en los colegios oficiales y privados de Colombia. Esta iniciativa ha generado un buen número de reacciones que se han expresado por diferentes medios como la radio, la televisión, la prensa escrita y las redes sociales. Quiero referirme a la pertinencia del proyecto y al modo como lo ha tomado una mayoría significativa de docentes y directivos.
Para comenzar, no considero trascendente que un asunto de convivencia institucional, que perfectamente puede ser reglamentado en los pactos de convivencia, sea materia de análisis en el Congreso nacional, máxime cuando constitucionalmente la tutela de los hijos está consagrada a sus padres y son estos quienes determinan cuándo y bajo qué condiciones proveen a sus hijos de este tipo de dispositivos. Me parece que la educación en Colombia está atravesada por problemas críticos y de mayor importancia de los cuales el Parlamento debiera ocuparse de manera urgente; por ejemplo, la obsolescencia de sus planes de estudio, la carrera docente, la financiación de la educación pública y la tragedia nacional que significa la salud de los maestros.
La medida también me parece regresiva. He sido un defensor de la escuela como un lugar de posibilidades, y por eso ha de ser emancipadora, progresista y libertaria; no una escuela que por preservar esquemas de orden y sana convivencia, niegue a sus estudiantes y profesores el flujo dinámico de la información y las innumerables oportunidades que abren los innovadores procesos tecnológicos. Conozco muchas experiencias maravillosas en que los maestros logran incorporar estrategias didácticas a partir del uso adecuado de estos dispositivos.
Es una verdad irrefutable que en la inmensa mayoría de las escuelas públicas del país existen dificultades grandes de acceso a Internet, y las mismas han sido amortiguadas en buena parte con los planes de datos de docentes y estudiantes. Ha sido este recurso el que ha permitido que las instituciones educativas mantengan unos mínimos de navegabilidad y conectividad, con la aprobación de esta norma esto ya no es posible porque hasta el uso del teléfono móvil del profe queda prohibido en clase. Pero llama mucho más la atención el núcleo del argumento del representante Rojas, porque como parte de la exposición de motivos de su inocuo proyecto, responsabiliza el uso del celular como la causa de problemas como la agresividad, la depresión, los trastornos del sueño, la ansiedad y otras diversas patologías asociadas a la salud mental y emocional de los niños y jóvenes.
Son mayores los inconvenientes que le encuentro a esta iniciativa, pero dejo ahí para ocuparme de las reacciones que esta ha suscitado en profesores y directivos. Una parte mayoritaria está de acuerdo con este proyecto y celebra la medida. Este hecho me genera muchas reflexiones y a la vez preocupaciones: nosotros, quienes habitamos la escuela diariamente, conocemos de primera mano las carencias, las prioridades y las urgencias que nos invaden. Los maestros y directivos sabemos con claridad meridiana la importancia de incorporar ambientes tecnológicos en las didácticas de aprendizaje; somos conocedores también de los riesgos a los cuales se exponen nuestros niños y jóvenes en el congestionado mundo del ciberespacio, pero es precisamente en el seno de la escuela y del hogar donde se desarrollan las habilidades y se apropian las herramientas para enfrentar los problemas, en este caso los que genera el mundo tecnológico: un ineludible escenario y una cita con la historia que no es opcional, y es precisamente allí donde padres y maestros tenemos la palabra, para que en lugar de prohibir diseñemos estrategias que nos permitan poner los celulares en “modo escuela”.
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