Mucho se habla de la ineficiencia de lo público: trámites exagerados, lentitud en los procesos, moras eternas en la toma de decisiones, juntas, comités y cualquier tipo de interminables diligencias que hacen que las soluciones nunca lleguen o que lleguen tardíamente. Y todo esto tiene una incidencia significativa en la calidad y eficiencia de la gestión pública y la consabida afectación en sus indicadores.
El sistema educativo no escapa a esta realidad. Tanto en la educación básica como en la media y la superior los resultados de la gestión del sector público y los del privado son muy variados por las implicaciones que tienen los marcos normativos en la toma de decisiones de uno y otro. Uno casi que termina aceptando esa sentencia fatal de que lo público está diseñado para que no funcione. Yo diría que por lo menos para que no sea competitivo con el sector privado, porque como se presupone en el ámbito jurídico: “En el sector público solo se puede hacer aquello que esté expresamente autorizado, en tanto que en el sector privado se puede hacer todo aquello que no esté expresamente prohibido”.
Lo público enfrenta otra desgracia: la falta de continuidad de sus políticas. En efecto, en el sector educativo no hay consolidación de las políticas públicas y solo existen programas que florecen con un gobierno y se marchitan con el próximo; así, por ejemplo, un proyecto que fue bandera de una administración es arrasado sin contemplación por su sucesor para dar paso a un nuevo ensayo que seguramente también se extinguirá tan pronto culmine el periodo de gobierno. Lo grave de todo esto es que la extinción de los programas no obedece a un estudio juicioso de sus niveles de impacto, sino que es el resultado de haber sido de la autoría de otra administración y por el cotejo de opiniones de prensa que, como es apenas lógico en un país pluralista y de libre opinión como el nuestro, se mantienen a la orden del día.
Tal es el caso del programa “Ser Pilo Paga”. Quien quiera encontrar razones para atacarlo las encontrará con toda facilidad. Pero quien desee llenarse de motivos para defenderlo también las encontrará sin mucho esfuerzo. Con el propósito de no contaminar el análisis de lo que deseo referir, no voy a entrar en detalles y particularidades de sus beneficios ni de sus problemas, solamente quiero referir que todo esfuerzo que se haga por abrirles las puertas de la educación superior en Colombia a los jóvenes que terminan su nivel de educación media tiene que ser bienvenido. La universidad no puede seguir siendo el privilegio de algunos pocos, y los pobres de Colombia también tienen el derecho a habitar las aulas de la universidad. ¿Qué hubiera sido de muchos de nosotros si la vida nos hubiera negado esa posibilidad?
Gracias a este programa más de cuarenta mil jóvenes hoy son huéspedes de las mejores universidades del país. ¡Qué bueno hubiera sido que fueran muchos más! Por supuesto que critico y censuro la baja cobertura, pero lo irónico es que preferimos pasar de 3,5 a 0%.
Los críticos acérrimos de esta iniciativa la han catalogado de estar diseñada para favorecer la universidad privada. Es un hecho innegable que la gran mayoría de los beneficiarios estudian en universidades privadas, pero es una consecuencia derivada de la decisión de los estudiantes, porque allí están las carreras de sus preferencias, allí son admitidos y aquellas son instituciones educativas que hacen grande a Colombia y que por la vía de la ciencia y el conocimiento también están haciendo patria. Mientras los dolientes de lo público se debaten en medio de mezquindades y contradicciones, los herederos de lo privado se posicionan en lugares de vanguardia. Bienvenida la contradicción, la crítica y el disenso, pero no al alto precio de las oportunidades de los más vulnerables.
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