Cierto día de escuela los profesores convocaron a todos los niños de la primaria a una jornada de recreación y esparcimiento en un lugar campestre muy cercano de la ubicación del centro educativo. Se podía llegar a pie en tan solo veinte minutos. La jornada académica transcurriría con normalidad en horas de la mañana y la sesión de trabajo de la tarde sería el paseo recreativo. Todos los niños debían ir hasta sus casas a almorzar y regresar con la boleta de autorización firmada por sus padres. En la misma escuela, pero en diferente curso, estudiaban dos hermanitos. Ansiosos se dirigieron a casa y muy rápido tomaron su ligero almuerzo. Con rostros extasiados de felicidad pasaron a sus padres el formato del permiso y el lapicero para que autorizaran su paseo. Pero en cuestión de segundos el rostro de los dos cambió y sus semblantes fueron de absoluta tristeza. Los padres negaron el permiso. La posición del padre fue un contundente no, mientras que la de la madre fue más un gesto de apoyo a su esposo, aunque compartía la tristeza de sus hijos.
Después de un buen rato de ruego, los hermanitos se retiraron acongojados y con las ilusiones rotas. Entre sollozos, sin embargo, se quedaron tras la puerta escuchando sigilosamente la conversación de sus padres. Descubrieron la verdad de la negativa: no tenían dinero para cubrir el costo del refrigerio. Al darse cuenta de esto, irrumpieron súbitamente en la pieza, abrazaron a sus padres y les dieron tranquilidad aduciendo que muchos niños no llevarían el algo de media tarde. La madre se tornó partidaria del permiso y convenció a su esposo, además, con un argumento angelical: “Tranquilo, mijo, yo tengo algo para empacarles”. Se dirigió a la alacena, sacó de una bolsa en secreto una naranja que partió en dos, y entregó a cada uno de sus hijos debidamente empacado un alimento inundado de la vitamina más poderosa que nutriente alguno pueda contener: el amor.
Los dos chicos apuraron su despedida porque apremiaba el tiempo para llegar. Después del más emotivo de los abrazos a papá y mamá, salieron raudos al encuentro con sus compañeros y profesores. El rostro de felicidad era incomparable y sus corazones palpitaban aceleradamente, no solo por la emoción, sino también porque era asfixiante el ritmo frenético al cual corrían para llegar puntuales a la cita. De repente ambos niños se miraron, y como disputando una maratón, aceleraron el pique de sus veloces carreras en pos de un billete que ambos habían visto con algunos metros de distancia. El más pequeño, que no era precisamente el más veloz, pero sí al que más le gustaba la plata, logró coger el billete mediante un lanzamiento al mejor estilo de la Urrutia. Disfrutaron su paseo, invitaron a helado a algunos profesores y compañeros, compraron algunos productos de panadería para su casa e incluso regresaron con la mitad del dinero encontrado. Al llegar a su hogar con ese botín, infortunadamente fueron castigados por sospecha y solo hasta el día siguiente, después de hablar con su profesor, fueron declarados libres de culpa.
En aquel hogar, que fue mi hogar, faltaron comodidades, pero hubo mucho amor; carecíamos de lujos, pero había mucha compañía; fuimos de recursos muy limitados, pero de afectos inagotables. Hoy, quizás, los chicos tienen más, disfrutan de comodidades, viajan lejos, visten cómodos, pero su corazón no se hincha con el mejor regalo, su soledad no se paga con capital alguno, su orfandad es un síndrome que genera estragos irreversibles.
Esta sí que es una lección de vida: tener riqueza en el alma es ciertamente más rentable en términos de felicidad que los depósitos inagotables de las cuentas financieras de un paraíso fiscal. Podría quedarme alguna duda si no fuera porque esta es una lección más de mi propia historia. Permítanme, amables lectores, tributar un homenaje póstumo a mis padres, quienes siendo académicamente casi analfabetas, nos guiaron como sabios y letrados doctores por el camino de la vida.
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