El teatro que tuvo como epicentro a los dos líderes de las Coreas, Kim Jong-un y Moon Jae-in, conlleva mensajes trascendentales. Dos naciones en guerra se reconcilian. Unas banderas se entremezclan. Unos himnos alternan. Hay invasión simbólica de un país a otro. Los brindis son emotivos. Suenan los aplausos de quienes representan los dos Estados. Adicionalmente ¡importante! se toman decisiones que atañen a la paz mundial.
Tienen vigencia principios inmutables. El odio devasta y arruina. Vimos un acto sugestivo que sirve de testimonio de lo que realmente quieren los pueblos. Ahí no hubo farándula. No se trató de un fragmento ocasional de historia, sino de una reconstrucción de esperanzas, de la recomposición de la malla humana que se angustia y desespera ante la amenaza de una catástrofe que implicaría, de pronto, la destrucción de la tierra.
El encuentro se gestó en pocos días con una significación que no es anécdota sino testamento perdurable. Ese es el orden invisible de las cosas. Resultado de vehementes anhelos para sobreponernos a los escalofríos que nos produce pensar en una guerra espacial. Desapareceríamos.
¿Tiene -hoy- valor decisorio la infantería, con sus desplazamientos de escuadrones, la arrogancia de los tanques, las bayonetas caladas, los erguidos caballos con sus aperos festonados, aún la misma aviación? ¿Unos barcos artillados flotando en los mares, deciden un conflicto? Sirven -sí- para las escaramuzas que se alimentan de palabras soberbias, para anunciar ataques de “fuego y furia”. Así funciona el cerebro de los arrogantes que tienen en sus manos el destino de la humanidad. Apretar un botón, solo eso, para morir, posiblemente, casi toda la población viviente.
Pensarlo, no más, produce pánico. Las guerras futuras -si se atreven- durarán segundos, al final de los cuales el mapamudi habrá cambiado. Si no se secan los ríos, tendrán otros cauces, las montañas se vendrán abajo, todos (yo, tú, él, nosotros) en un instante, flotaremos en ese mar ignoto que se llama eternidad. ¿Y qué de nuestras hermosas ciudades? ¿Y qué de los verdes campos? ¿Y qué de la cultura almacenada por milenos? Todo quedará en pavesas.
¿La civilización? En ruinas. Es posible que apenas sobrevivan algunas comunidades indígenas escondidas en la inmensidad de las selvas. Tal vez hasta allá no lleguen los gases letales, y del terremoto destructor queden arcas para preservar la vida de Adán y Eva que ahora reiniciarán idilios ya no en el Paraíso Terrenal, sino saltando sobre carbones humeantes. Se repetirá la anécdota inocentona de la fruta prohibida para justificar el nuevo nacimiento de Caín y Abel. En esa pensable nave que flotará sorteando la trabazón de los escombros, estará el embrión de todos los animales y tal vez se habrá salvado un sacerdote que, con rosario en mano, atronará desesperado para invocar la piedad de Dios.
El pequeño reducto de seres supérstites tendrá que comenzar por balbuceos para entenderse. Será la confusión de los pocos dialectos que se hablen, aparecerá la mímica para señalar las cosas. Sin lengua común, aturdidos por la ignorancia, mirándose los rostros los pocos sobrevivientes de la universal hecatombe, sin imaginación que no tendrán, manoteando apenas, iniciarán una ruta de siglos los hijos de la pareja adánica.
Lo que se pinta con acuarela macabra, es lo que nos puede dejar el vértigo de la civilización. Es una paradoja que el ser humano con sus asombrosas escaladas científicas, haga apertura a un tremendismo terrorífico que nos mantiene en vilo. Estar seguros que un puñado de personas, -solo un puñado- pueda ponerle punto final a un arrume de culturas sucesivas, suscita escalofríos impotentes.
Y lo peor. Estamos en manos de locos. Un fantoche de 70 años, con rezagos lujuriosos, impredecible en sus reacciones, cascarrabias delirante, de una parte; y un mozalbete de 35, gordiflón, con curvas cerdófilas, glorificado por un pueblo idiota, de la otra, son los que nos han tenido temblando. Hablan sin reflexionar, lanzan palabras al aire o escriben torpezas, en un ping pong de insultos ordinarios que los evidencian sin cordura, indignos de ser cabezas de naciones.
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