Marguerite Yourcenar en las “Memorias de Adriano” escribió: “Es preferible perecer que llegar a viejo”. Desde los griegos hasta hoy, los ancianos son una mengua estorbosa, doliente, llenos de resabios, quejosos y enfermos. El viejo sobra. En el diálogo, su palabra es poco audible y sus conceptos opacos y confusos. Sándor Marai, acorralado por los años y cegatón, aúlla desesperado: “¡Qué lento muero!”. Napoleón con Europa en contra, decepcionado, había estrangulado en su garganta esta frase: “Qué trabajo cuesta morir”. Al corso la vida lo estrujaba, el calendario le achicaba el horizonte, y por eso buscó en el suicidio el final de su existencia. Homero en “La Odisea” nos cuenta cómo se les administraba una original eutanasia a los ancianos. “Cuando en la ciudad envejecen los hombres de una generación, preséntanse Apolo, que lleva arco de plata, y Artemis y los van matando con suaves flechas”. Los dioses se descartaban de ellos dándoles sorpresiva muerte fulminante. El viejo suscita contrarias reacciones. No siempre la familia lo soporta. La sociedad lo aísla, deambulan mendigando, sin cobijo buscan aleros protectores y muchos mueren como parias.
Los ancianatos son tristes. Los que allí se asilan arrastran la pesadez de los años, sometidos al silencio de una vida que termina. Desfilan con pasos vacilantes, unos en muletas, otros dirigidos por lazarillos igualmente valetudinarios, y todos refunfuñando quejas de dolor. Esa es la decrepitud de los almanaques que se extinguen. Allí se congregan los que hicieron largas travesías y fatigaron sus pies, los que palparon el progresivo deterioro de sus sentidos, transformados en imperfectos remiendos.
Concita tristezas la contemplación de esos mapas humanos. Testas calvas, canas de algodón, rostros marchitos, con una orografía recargada de agudas colinas y zanjones profundos, pasos vacilantes y manos temblorosas. Rumian historietas deformadas. Los ancianatos son un cofre de nostalgias. Si hurgas al que todavía piensa y no ha perdido el don de la palabra, encontrarás una mina de recuerdos ensartados en mezcolanzas borrosas. Son historias truncas, pedazos de anécdotas que, entre silencio y silencio, se reconstruyen dificultosamente. Ancianato y abandono son términos afines. En ellos se protegen rezagos de vida, impotencias físicas, atardeceres mentales y los dislocados recuerdos de la senectud.
Al viejo lo arrinconan y lo olvidan. Por eso se introvierte y se afianza en un silencio de piedra. Prefiere hablar consigo mismo, aislarse en un mutismo que nadie perfora. Su cabeza siempre está inclinada para evitar, inclusive, el diálogo visual. Tampoco oye. Se comunica por gestos. Tiene una mímica elemental, monótona, casi indescifrable.
Obviamente hay excepciones. Napoleón, por ejemplo. Su vida despedazada. Limitado a vivir en una isla peñascosa, sufriendo el golpeante martillo de murallas acuáticas que enfermaban sus oídos. Aislado como un leproso, rumiando yerros cometidos, desgranando traiciones, rectificando mentalmente su destino, cuando ya no era posible inventar nuevas oportunidades. Su fortaleza ahora es una soledad que lo sangra. Josefina lejos, desconectado de la condesa polaca María Walewska, su amante, y su hijo Alejandro, María Luisa, la emperatriz austríaca, exhibiendo su conquista sentimental en salones bailables, su hijo “el rey de Roma” que jamás tuvo relación de afecto con su padre. Napoleón fue otro Prometeo encadenado, reducido a la impotencia, sin confidente para compartir intimidades, mascullando silencios y soportando un cáncer que lo devoraba. Conoció en carne propia la miseria humana.
Bolívar. ¿Cómo era el físico del Libertador en San Pedro Alejandrino, días antes de morir? Piel arrugada, ojos marchitos, mentón estirado y mirada lánguida. Era un reducto de batallas ganadas y perdidas, de amores que le empotraron la carne, acuitado por el rimero de saudades que apiló en los trotes por montañas y valles hostigantes. Como Napoleón, coleccionó ingratitudes. Cuando salía por última vez de Santafé de Bogotá, acompañado por José Palacio, el dueño de sus secretos, la guacherna abría postigos para insultarlo. “Adiós Longaniza” le gritaban. ¿En dónde estaban las naciones por él emancipadas de España y sus personajes representativos, en dónde sus generales y toda la caterva que recibió sus favores? A Fanny, su prima, novia de los 20 años, le escribe: “Muero despreciable, proscrito, desterrado por los mismos que gozaron mis favores, víctima de intenso dolor, presa de infinitas amarguras”. Y la invoca con esta prosa melancólica: “A la hora de los grandes desengaños, a la hora de las íntimas congojas, apareces ante mis ojos moribundos con los hechizos de la juventud y la fortuna; me miras, y en tus pupilas arde el fuego de los volcanes; me hablas, y en tu voz oigo las dianas inmortales de Junín”. ¡Qué inmenso poeta!
La soledad acompaña la grandeza. Nadie más aislado que aquel que detenta el poder. A su lado solo hay áulicos serviles, los que manejan los turiferarios. Se ha dicho que hay que morir joven para ganar la gloria. Los viejos son un cementerio de acumulados infortunios.
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