Libros ¡magníficos! hemos leído en estos días. “Camas y Famas” de Daniel Samper Pizano, “Historia de Colombia y sus Oligarquías” de Antonio Caballero y “El País que me tocó” de Enrique Santos Calderón. Los tres son escritores con almanaques amarillos que hicieron de la pluma una profesión. Cada uno, como es obvio, tiene su faceta particular. Rebuscador de anécdotas picantes el primero, ácido el segundo, concreto y diáfano el tercero.
Se ha dicho que detrás de un gran hombre hay una mujer. Samper nos proporciona unos bocados deliciosos para ser paleados morosamente. Ella surge como imán taumatúrgico que coyunda al hombre con sus encantos. Josefina a Napoleón, quien según Christopher Hibbert se solazaba diciendo que “tenía el coñito más lindo del mundo”, Mirabeau con Sofía de Monnier, Soledad Román para Rafael Núñez, o el amor que finalizó en martirologio de la Pettacci con Benito Mussolini o de Eva Braun con Adolfo Hitler. Samper penetra a la intimidad de las alcobas, se regodea con enredos de sábanas, los adoba, los pincela con risueñas picardías. Además de histórica, la obra es un rimero de anécdotas que detalla privacidades con insuperable gracia alcahuete. El escándalo va anexo a esas epopeyas de amor. Un solo ejemplo nos muestra el descarnado origen de las zarinas rusas, cuya cepa la tiene la prostituta Catalina, hija de campesinos, trapeadora en casas de familia, generosa con sus amantes y quien embaucó a Pedro el Grande. Saliéndonos del libro de Samper, introduzcamos rasgos de todas ellas, sutilmente descritos por Henri Troyat: Sus “únicos títulos de gloria los han conquistado en las alcobas. ¿Es posible que esas manos que en el pasado tantas veces fregaron los platos, hicieron las camas, lavaron la ropa sucia y prepararon el rancho de la soldadesca, sean las mismas que las que mañana, perfumadas y cargadas de anillos, firmarán los ucases de los que dependerá el futuro de millones de súbditos paralizados por el respeto y el miedo”? Todas las ensaladas literarias de Samper destilan chocarrerías zumbonas.
La pluma de Antonio Caballero es mordaz, frentera y destripadora. El lenguaje que emplea parece sacado de una fragua en roja ignición. Canta verdades, -las suyas- las esgrime con valentía intelectual y monta cátedra independiente así el mundo se le venga encima. Con mordacidad hace un recorrido desde el descubrimiento de América en 1492, con sus capítulos demostrativos de salvajismos contra la población indígena y la vesania de quienes se llamaban conquistadores. Es comprensible que haga apertura con el alienado Colón que supo venderle su quimera a los reyes Católicos de España para que respaldaran su travesía por unos mares de alborotados oleajes. Colón se encontró este continente. Él creía viajar hacia China pero se topó estas tierras apelmazadas de montañas hirsutas con una población diestra en la caza, la pesca y el manejo de las flechas. El mundo descubierto estaba poblado de Varicochas, serpientes emplumadas y un Bochica que al golpear la roca le dio vida al Salto de Tequendama. No fue fácil reconocer que esas montoneras que cubrían las partes pudendas con reducidos taparrabos estaban integradas por seres humanos, poseedoras de derechos inviolables. Como en una película, Caballero presenta una multivisión de acontecimientos y personajes hasta finalizar con un boceto crítico a Juan Manuel Santos. El autor de esta historia de Colombia demuestra su gran cultura y el conocimiento minucioso de las entretelas de la vida nacional.
“El país que me tocó” de Enrique Santos Calderón está engalanado con una serie de estampas de juventud y madurez, con rasgos peculiares. Su imagen breñosa, calvicie avanzada, mirada aguda, pómulos de notoria aspereza, con airecillo de prepotencia. Si Samper saca de la maraña histórica cuentos fantásticos, si Caballero hace relatos alimonados, Santos tiene una prosa horra de adjetivos, directa y descarnada, absolutamente imparcial en sus juzgamientos. “El Tiempo” es el personaje central de sus crónicas. También su familia. Puede concluirse que toda gran empresa está sometida a vaivenes emocionales, a contingencias económicas, y en el caso específico de un periódico, a controversias diarias sobre su norte como brújula de opinión. El periódico de los Santos, hay que aceptarlo, tiene un calado muy sensible en la conducción del país. Era una capilla privilegiada en donde se fabricaban caudillos, inclinaba la balanza presidencial y se inflaban prestigios. Así como los partidos políticos han perdido ascendencia, también la prensa ahora gravita menos en la conciencia popular que notoriamente se ha liberado de coyundas directivas. Con una grave secuela. Hoy el pueblo dueño de una supuesta independencia, es fácil mesnada de demagogos vendedores de ilusión.
Santos Calderón destapa su inclinación por una izquierda, en su tiempo campana del castrismo, tambor de resonancia de cuanto anarquismo populachero aflorara en la geografía mundial. Es indudable que, pese a privilegios heredados, este Santos es un rebelde que, como de sí dijera el cofrade Palacio Rudas, “no traga entero”.
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