¿Habrá algo más indescifrable que el mundo de los niños? Ellos se apilan en pequeños corros, arman y desarman juguetes, conversan, el comandante del aquelarre permite que, en turno riguroso, unos y otros intervengan en las charlas, lucen remilgos, ensordecen con sus algarabías, se conciertan, se integran, y terminan en trifulcas de menor cuantía. Rápido se reconcilian y empieza de nuevo el tejemaneje de sus camaraderías inocentes.
Tienen un enrevesado lenguaje. Muerden las palabras y con los pedazos que les quedan se entienden en los diálogos. Son filósofos, hacen reflexiones, relatan historias que nunca finalizan.
Ahí está mi nieta Mariana en esas escaramuzas baladíes. La veo entonada, dando órdenes, bulliciosa o en silencio, regañando con la mirada, desatando el torbellino de su risa o desentendida de lo que ocurre. Apenas tiene cuatro años y ya es suyo un menudo caudal de exigencias. Impositiva. Particular es su manera de expresarse para lograr dominios, mirando con dureza a sus rivales o desgranando sonrisas bonachonas. Cuando es contrariada, estalla. Tiene a su favor lágrimas livianas, que ella sabe verter copiosamente, pero mirando de reojo para percibir el efecto del melodrama. Es vanidosa, con poses de reina, esclava del espejo. La he contemplado sacudiendo su frondosa melena, tirándola atrás con garbo despectivo, recogiéndola, haciendo moños o soltándolos, frunciendo el ceño como para escoger si está mejor con la vinagre estampa de una niña bravucona o es más atractiva cuando moja su rostro con un leve matiz de alegría.
Ama los vestidos de princesa. Los exige ceñidos con redondeles y recargos de flores vistosas. Elige lo brillante, las tonalidades fuertes, la ropa con encajes. Cuando presume ser damita de postín, quiere ver en su cabeza una diadema que irradie vivos colores. Parece estar en una pasarela. Ha aprendido desenvolturas teatrales, avanza y para, camina de nuevo, observa sus glúteos, se empina sobre un pie, luego sobre el otro, repara sus caderas, y sueña con hurras de un inexistente público que la aplaude. Como se percata de que la están mirando, se sorprende y tapa el rostro con sus manos angelicales. Apenada corre tras su madre y en ágil brinco se ahueca entre sus brazos.
Es celosa. No acepta repartos de caricias, palabras melosas, o manifestaciones tiernas a otras criaturas de su edad. Quiere ser única. Su amor es egoísta, no compartible. Capitaliza la atención. Tiene un yo sobrevalorado, quisquilloso, protegido por alambradas para cercar sus adorables caprichos.
Hace comparaciones, confronta estaturas, rechaza los semblantes tiznados, observa cómo caminan sus compañeras, cómo mueven la cintura, y califica los vestidos. No el negro por triste; no los colores cenizos porque apagan el esplendor del cuerpo; no el amarillo que califica de enfermizo. El suyo es el rojo vivo, el azul intenso, el verde de los guaduales y la ropa infantil con alegorías de arco iris. Ella es así. Creída, zalamera, estirada, garbosa, con precoz vanidad, con su pequeño mundo perfecto, armado de muñecas y juguetes que estimulan su desarrollo mental.
Es el universo de sus padres. Obviamente también de sus abuelos. Es corazón y alma, siembra y vendimia. Cercana y meliflua para los mimos, sabe chantajear con lamentos maliciosos para que los suyos la arrullen y colmen sus demandas con un océano de besos.
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