Me dirijo a ti, Diego Alejandro Tabares, mozo entusiasta del conservatismo. Tienes una altiva pubertad política y en tus ojos el oleaje cabriola glotonerías de gloria. Has heredado porfías, tenacidades eréctiles, compromisos con la tradición. No eres asteroide solitario, sino rueda de un engranaje histórico. Nos nutrimos en las radiaciones de una cruz y en la palabra que sembró su divino Maestro. Por eso tenemos introversiones filosóficas y caminamos con espadas de luz en nuestras lenguas. Nada nos fatiga. Conocemos las brechas para los pisoteos sobre cascajos, el chapuceo sobre aguas torrentosas, y la navegación por los cielos.
La ideología conservadora es eterna. No errabunda materia cósmica, sino continente de afirmatividades, y aquí, en esta geografía, tenemos verbo suelto para los credos. Ser mensajeros fue nuestro sino. Nos correspondió la tarea de las homilías, imitadores del Rabino que con su labia milagrosa multiplicó los panes y los peces. Somos taumaturgos. Tocamos las tumbas de los Lázaros y con nuestra capacidad para los prodigios los retornamos a la vida.
Unos, como Sancho, rebuscan pitanzas para solucionar urgencias. Adoban pucheros, se proveen de frazadas para el frio, se relajan en molicies. Manejan alegrías pueriles, sus matemáticas se enredan en centavos y están vacunados contra las lejanías.
Vivimos de ideales. En Don Quijote encontramos el bastimento que nos purifica. Macro de carnes como tú, Diego, con nariz sensible a los olores, manos largas para los tanteos, amigo de nubes y además ingenuo. Había ritmo imantado en sus pálpitos. Su mente se extraviaba en artificios para confundir ruidos de máquinas hidráulicas con el eco de un ejército en marcha. Lo entretenían inocencias encantadoras. Dulcinea del Toboso que jamás conoció, era una entelequia impalpable que él acariciaba en sus desvaríos locatos. Pero cuando debió ser concreto en sabidurías, las plasmó en los prudentes consejos dados a Sancho Panza antes de tomar el gobierno de la Ínsula Barataria. Ahí el caballero de la triste figura volcó experiencias para entregarle un vademécum de buena conducta, como autoridad del pequeño territorio.
Para qué una política que solo busca solución de urgencias materiales, pero olvida el alma. Es hermosa nuestra concepción del más allá, creer en una eternidad que será la morada después del tránsito terreno. ¿Cómo, Diego, no endosar esos misticismos a quienes nos escuchan, cómo no transportarlos a ese reino no imaginario sino real, estancia final de la existencia?
Hay que hablar de principios. Somos católicos y cuantas enseñanzas se desprenden de los recados de Jesús. Herederos ideológicos de don Simón Bolívar, amantes de la gloria y codiciosos del poder. Todo lo centramos en el ser humano, portador de valores eternos. El hombre con sus cargas emocionales, con sus apetitos celestes, con su ansia por lo perpetuo.
Diego: no podemos dejar caer los brazos. Hay que tener actitud vertical, de cara al sol. En cuántas madrugadas nos internamos por farallones y praderas para despertar el alma limpia del labriego. Fuimos pregoneros de ideas purísimas, alérgicos a las flojeras. Te he encontrado vadeando cañadas a horcajadas de jacas fornidas, apenas con una cantimplora para los frugales refrigerios. Te he visto jadeando, morral al hombro, tocando puertas, compartiendo el pan, alimentando el cerebro de quienes apoyan sus cansancios sobre un azadón.
Eres, Diego, una versión juvenil de quienes triscan atajos catapultados por la mística. Con bordón, mulera y un carriel, subes y bajas, abriendo caminos. Tú no dejas caer los brazos. Los veo musculosos, haciendo flamear nuestra bandera azul en el pináculo de las cordilleras.
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