El paisaje es cóncavo y lejano. Tiene hondura de nubes, con lontananzas cobrizas, penetrado por dos seres humanos que van de viaje. Ella camina con su atavío indígena. Sombrero encasquetado hasta el cuello, blusa negra que le cubre el torso y falda de un gris apacible. A su lado, jadea un caballar de pocas carnes. Dos bultos han sido repartidos sobre su lomo y encima de éstos, a horcajadas, un campesino espolea el animal.
Este es un cuadro que metafóricamente pintó Juan Rulfo en prosa poética. Evocó a Comala y Luvina, aldeas moribundas, habitadas por espantos. Los pocos seres que allí residen son esqueléticos, de armadura débil, acostumbrados a los condumios escasos. Los que nacen en ese entorno precario huyen del olvido. Los asusta la memoria que registra óbitos violentos, pestes de hambre, acosos de enfermedades incurables. Todos están de viaje para ninguna parte, por que nada aprendieron para defenderse de los asedios de la vida. El dialecto que mastican, los aísla de toda entreveración social.
Son enfermizos los villorrios pincelados por Juan Rulfo. Vacíos, con bodegas húmedas para los ecos, con ánimas revoloteando por encima de los entejados y los pocos seres que los habitan entreabren los portones para mirar a los desvalidos que allí descargan su destino. Pueblos con respiración artificial, amenazados de muerte por las taquicardias, de rostro agrietado por las arrugas, con pesarosa existencia vegetativa. Se mueven a base de alegorías. El silencio aúlla, “un silencio que parecía estar ocupando el espacio de una ausencia” (Saramago), la soledad estruja, la angustia y la ansiedad repuntan en lenguaje críptico.
Aldeas desnudas, tierreros grandes, con escombros de nostalgias. Están marginados por la desolación. Representan la amargura de los adioses. Para encontrarlos en una geografía polvosa hay que enhebrar caminos, subir crestas y bajar abismos, y, sin pensarlo, ¡sorpresivamente! están ahí con sus momias humanas de mirar apagado y rictus dolorosos. El peregrino que equivocado allí llegó, encuentra una congoja callada, armada en lejanías. Revolotean los vampiros, las alimañas pican, y los perros sarnosos, derrengados y llorosos, huyen ante la presencia del forastero. Al pueblo lo vigilan fantasmas de ojos diminutos que deambulan con disfraces negros, aleteando como murciélagos malditos. Dicen que Comala y Luvina están poblados por ángeles malos que salen del infierno a deshacer sus pasos.
Juan Rulfo hace cien años nació en tierra mejicana, y su prestigio está cifrado en dos obras inmunes a la pátina del tiempo. “Pedro Páramo” y “El Llano en Llamas” perduran y deslumbran por su aliento idílico. Para subir a los estrados de la fama no se requiere cantidad sino calidad. Son imperecederos “Platero y yo” de Juan Ramón Jiménez, “El Principito” de Antoine de Saint Exupery, o en el arte poético “La Canción de la Vida Profunda” de Barba Jacob.
Rulfo es “un provocador de sueños”. Qué incitante belleza, por ejemplo, tiene este pasaje en “Pedro Páramo”: “Florencio ha muerto señora… ¿Florencio? ¿De cuál Florencio hablaba? ¿Del mío? ¡Oh!, por qué no lloré y me anegué entonces en lágrimas para enjuagar mi angustia. ¡Señor, tú no existes! Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Eso te pedí. Pero tú te ocupas nada más de las almas. Y lo que yo quiero de él es su cuerpo. Desnudo y caliente de amor, hirviendo de deseos; estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos. Mi cuerpo transparente suspendido del suyo. Mi cuerpo liviano sostenido y suelto a sus fuerzas. ¿Qué haré ahora con mis labios sin su boca para “llenarlos”? ¿Qué haré de mis adoloridos labios?”.
La novela y todos los cuentos de Rulfo, entreverados están de alegorías campesinas, desapacibles y ruinosas, con fulgurantes joyas líricas. Al desgaire, arroja semillas de oro al surco de las letras para cosechar una envidiable intemporalidad.
Le fue difícil surgir. Rulfo confiesa: “Comencé a escribir cuentos, pero no me los publicaba nadie”. 2.000 ejemplares sacó en la primera edición de “Pedro Páramo”. Regaló 1.000 y se demoró cuatros años para vender los otros 1.000. Ese es el desdén que reciben los intelectuales de sus primeras porfías como literatos.
Los genios de las letras tienen perfil autónomo. Es sideral la distancia de las prosas de García Márquez y Julio Cortázar, o de Isabel Allende con Juan Rulfo. Estos escritores, desde territorios antípodas, tallaron sus nombres en el panteón de la historia.
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