Afectivamente Napoleón fue un satélite sentimental que giró en torno de Josefina. Viuda, con dos hijos, amante de Paul Barras influyente personaje en los prolegómenos de la Revolución Francesa y endosada por éste a Bonaparte. El día del matrimonio civil, el notario ahí, Barras le hizo traspaso de su “querida” al joven general. Ella era esbelta, con encendidos ojos grandes de asombro, labios nerviosos y senos vibrantes. Oriunda de Martinica, manejaba con enredo encantador el idioma francés y le eran innatas condiciones de coqueta para coyundar apetitos masculinos. La madre y los hermanos del corso jamás quisieron a la “puttana”, calificativo con el cual la estigmatizaba toda la familia.
Napoleón la quería. Sabía que su cónyuge había muerto bajo el ciego desplome de la guillotina; era testigo de su relación carnal con el destacado político; así la aceptó como esposa. Su luna de miel duró dos noches. No conoció la plenitud tranquila del amor. Metido en el cieno de la guerra, con el filo de su espada y el tronar de los cañones, respondía por la gloria de Francia. Suspendió las delicias del tálamo abruptamente y 48 horas después de legalizar su relación con Josefina, tomó distancias geográficas para cumplir con su deber militar.
Los celos, “ese monstruo de ojos verdes”, le derrumbaron la tranquilidad. Sabía que ella gustaba de los compases musicales, que era aplaudida y codiciada en los salones en donde relucía su belleza, que era hábil bailarina para las cabriolas y que los ojos de los hombres seguían los encalambrados movimientos de su cuerpo, con ansias fornicadoras. Ella pecaba. Los coquetos tinieblos vencían sus postizas resistencias y amanecía acompañada en camarotes que no eran suyos. Después del traspaso que Barras había hecho de Josefina al corso, ésta clandestinamente seguía viéndose con él. Sale a escondidas con Gohier, el presidente del Directorio. El burlado emperador envía dos edecanes para que la convenzan que debe reunirse con él en París, y termina acostándose con ellos. Con el corazón acorralado, le manda una carta: “Tienes un amante, acaso un mozalbete de diecinueve años”. Se dirige a Barras, quien, en noches frías la calienta y goza entre tibios edredones: “Estoy desesperado. Mi mujer no viene: tiene algún amante que la retiene en París. Maldigo a todas las mujeres”. Josefina es también la “querida” oficial del capitán Hippolyte Charles que la acompaña en todos sus desplazamientos. De pronto, sin avisar, llega Bonaparte, y el galán, en calzoncillos, se escurre por unas escaleras falsas.
Jacques Bainville escribe: “En Egipto se entera Bonaparte de que Josefina lo ha engañado, que lo engaña todavía...”. Desesperado le manda una carta a José su hermano. “Necesito soledad y aislamiento. Las grandezas me aburren, el sentimiento está seco. La gloria es insípida, a los veintinueve años lo he agotado todo”. Napoleón era genialmente precoz. General de la república a los 27 años, emperador con resplandor cenital en Europa a los 30. Y sin embargo, estaba destruido. Tenía enredos de faldas, pero amor, solo uno: Josefina.
Bolívar fue, así mismo, mártir crucificado en el madero de la pasión. Salía de las colindancias del Océano Atlántico, tomaba un bergantín aguas arriba del rio La Magdalena, después de muchos días soleados, a boca de caimanes, llegaba a Honda. Arrendaba unas jacas resistentes para él y su reducida comitiva y luego de ligerísimo descanso, subía trochas, tumbaba árboles, vadeaba ríos, hacía relevo de cabalgaduras, se deslizaba por las selvas del gran Cauca, pasaba por Pasto, continuaba venciendo alimañas y fieras carniceras, hasta llegar a Quito. Había retado peligros, superado hambrunas, descansando a ratos, dormido poco, para ¡por fin! caer en los brazos de Manuelita.
El amor y la pasión son gigantes del alma. Se ama apasionadamente. Existe entre los dos una colindancia lábil. Los sentimientos limpios y tranquilos, en un tris de segundos, se pueden deslizar hacia un frenesí volcánico. Es inconcebible la vida íntima de este prócer con estatura himaláyica, humillado, empequeñecido y reptil frente a una mujer con furor uterino que hizo de él lo que le vino en gana. Bonaparte sabía que ella le adornaba los cuernos, que era una barragana de apetito insatisfecho, y sin embargo se arrodillaba ante su imagen traidora. Ese es un fenómeno dolorosamente patológico, casi de hipnosis, incomprensible dada la reciedumbre de este personaje en la cumbre de la historia. Napoleón fue plural en el amor, manejó relaciones de ocasión y otras por conveniencia política, pero sentimentalmente fue un frustrado.
Este relato podría ser inacabable. Termina con este concepto de Ortega y Gasset: “….No faltaba a Napoleón corrección corporal. De joven, su delgadez aguda le daba un aire grácil de fino zorro corso; luego se redondeó imperialmente y su cabeza es una de las más hermosas desde el punto de vista masculino. Ello es que hasta su figura física ha exaltado el fervor y la fantasía de los artistas -pintores, escultores, poetas- y bien podían las mujeres haberse también entusiasmado un poco. Pues nada de eso: con grandes probabilidades de decir la verdad, puede afirmarse que ninguna mujer se ha enamorado de Napoleón dueño del mundo; todas se sentían inquietas, desazonadas y mal a gusto cerca de él; todas pensaban lo que Josefina, más sincera, decía. Mientras el joven general, apasionado, hacía caer en su regazo joyas, millones, obras de arte, provincias, coronas, Josefina le engañaba con el primer bailarín que sobrevenía…”.
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