Es feo el camaleón. Largo y escamoso. Se arrastra perezosamente y cambia de colores. Viste un verde intenso de guadual, lo reemplaza por un rojo alborotado o se arropa, en segundos, con un azul de Prusia. Tiene capacidad veloz para la mimetización.
Arturo de Córdoba fue actor impresionante a mediados del siglo pasado, en la película “Dios se lo pague” que mostraba el ostentoso derroche de un palaciego en las horas del día, convertido en haraposo mendigo de noche. ¡Cuántos son así! Hacen transferencias incomprensibles. Hombres de pro, atiborrados de honores por el Partido Conservador, ejemplos de dignidad y decoro, de pronto fallan, se aburren con el esplendor de sus propias estatuas, olvidan lo que ellos significan y sacrifican una biografía ejemplar por un plato de lentejas. ¿Cómo es posible que eso ocurra? Hay mucho cortesano que vive de migajas. Quedan ahítos con sobrados. Pero ¿cómo, en hora desgraciada ¡de súbito! se aplebeyan esos símbolos ante quienes los admiradores se han abanicado? ¿Es viable que la sal se corrompa?
Mucho político es pudibundo y recatado cuando brilla el sol, pero escurridizo y de doble faz en la oscuridad. Valiente en el día; se desliza como sabandija por zanjones nocturnos.
Hay seres humanos con inclinación por los coloridos fugaces. En todos los sentidos. Es la doble vida que muchos llevan para esconder sus licencias y mostrar rostro de santones. Esa ambivalencia es una vistosa y repudiable escarapela política. Hemos descendido por atajos inclinados, pisoteando la tradición, dándole entrada a una gitanería desvergonzada, manoseando principios y dejando correr los dados en las garitas de la mala suerte para feriar pedazos de túnicas sagradas. Las conductas se pusieron en subasta, y la conciencia es una fonda al menudeo. Columpian ahí colgajos de carne en descomposición, trebejos para bestias, escopetas para las cacerías, licor para borrachos, camándulas y escapularios. Tiene también un sitio escondido para las fornicaciones.
Este largo prólogo lo inspira Luis Emilio Sierra. Lo conozco. Me une a él una relación sin química, de pocas palabras. Jamás busqué cobijo bajos sus toldos. Lo admiro. Es gallardo, de maneras finas. Las mujeres dicen que luce ojos soñadores, piel perlática, voz romántica, espectacular en maromas de bailarín.
Ha sido predicador y comandante del Partido Conservador que lo hizo legislador por varios decenios y lo pensionó. Sierra fue formado en la escuela exigente de Rodrigo Marín Bernal, nombre éste metido hasta en los tuétanos de mi colectividad. Marín era doctrina, elegante postura doctrinaria, discípulo, a su vez, de Álvaro Gómez Hurtado estandarte insigne de una derecha universal.
¿Cuántos años gastó Sierra como pedagogo, reclamando lealtades, capitán intrépido que enfrentó peligros por ser pregonero de nuestra causa? De su pluma salió el libro “Entre la vida y la muerte”, acopio de anécdotas sobre el policroísmo de sus periplos circulares. En una de sus páginas confiesa “Rodrigo Marín Bernal siempre será para mí un referente de honestidad y pulcritud”. ¿Qué heredamos del conductor desaparecido? Firmeza para proclamar nuestra ideología, perseverancia en el combate democrático, broquel inexpugnable para defender una tradición hasta la muerte. Esa herencia sagrada no se negocia, porque es inmutable y pétrea. Quienes somos sus soldados moriremos con el fusil al hombro.
Por eso no aceptamos la política bifronte de Sierra. Su orlada estatura de general le dio réditos. Siempre senador y eligió con sus votos, una y otra vez, alcaldes, diputados y representantes a la Cámara. Ahora mismo apoya, como debe ser, a Félix Chica para el parlamento y a un candidato nuestro al senado por el departamento del Valle.
Luciendo esas charreteras azules, arropado con nuestra bandera, ¿cómo Sierra surge ahora de gerente de la campaña presidencial del candidato de Cambio Radical, partido contrapuesto al nuestro? ¿De un lado predicando conservatismo y concomitantemente oficiando en el altar rojo como turiferario liberal?
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