El lagarto, en política, es un sujeto despreciable. Administra apariencias, es correveidile, sabe de venias, es melifluo y zalamero. Se abanica para abrir puertas, mantiene sonrisa a flote, son flexibles las bisagras de su columna vertebral y solo usa el monosílabo sí para las respuestas a su amo.
Tiene ropaje vistoso de camaleón. Luce en los cocteles azul cromado en sus vestidos, zapatos negros charolados, medias vinotinto que hacen juego con su corbata de un intenso color bermejo. Antes usaba mancornas pero las cambió por botones plateados. Coloca un visible pañuelo blanco -arriba- en el pequeño bolsillo izquierdo de su saco y su pelo ondula en rizos coquetos. Es cómico su atuendo deportivo. Pantalones de jeans perforados para que por los boquetes hilachudos se admiren sus músculos de vello cerrado. Son sus camisas carnavalescas con estampados psicodélicos y chanta zapatillas de gay en pasarela.
Llega de primero a las fiestas en donde no ha sido invitado, se arrima a los grupos en donde conversan los importantes, y si ahí está su protector, aprueba con venias lo que dice y si puede meter basa, elogia las tonterías que salen de su boca.
Químicamente es un traidor. En las bonanzas políticas es un pedigüeño afortunado porque le conoce la sensibilidad secreta a su jefe. No existe en el mundo un solo ser insensible a la lisonja. Éste se deja espolvorear, se pliega al cepillo, es débil ante la gloria ficticia que le cantan. Esa opaca arcilla humana la concretó Crowell en este apotegma: “El hombre de genio tiene lados grotescos” y De Gaulle conceptuó: “Ningún hombre es un héroe para su criado”.
Es ladino este reptil. Previamente estudia los defectos de su protector. Si es dormilón cuida que nadie lo moleste. Si madruga lo espera para acompañarlo en las caminatas. Si glotón, lo provee de pucheros. Si es enamorado y usa trastiendas para esconder sus pernicias, le caza jovencitas volantonas. Si busca hembras con experiencia, sabe qué esposas fatigadas por la rutina salen de su hogar para buscar apasionados refrigerios sexuales. Si gusta de jolgorios nocturnos, el sacamicas conoce en donde están las mujeres fáciles, las identifica por sus nombres y las entusiasma para las bohemias largas.
El lagarto es lábil. Oscila entre hombrías de payaso, y versatilidad femenina. No es macho macho, ni hembra hembra. Su carnosidad se adapta a todos los apetitos. Se presta, si le exigen, para los desvíos anales. Se envalentona si le toca actuar en el teatro de una masculinidad aparente. Es híbrido y esa bisexualidad le permite todos los acomodos.
Es celoso. Los que merodean en torno al jefe son sus rivales. Los mira de soslayo, los repara, apunta sus gracejos, registra su leguaje lambón y cuando puede, los emula o demerita. Por eso es peligroso. Se encalambra cuando el señor demuestra otras preferencias, o lo segundea en una reunión. Parece que el cielo se le desplomara. Entonces se ensimisma y analiza sus falencias. Ese silicio moral lo convierte en un ser más genuflexo, con mayor flexión en las rodillas, más arrastrado ante su verdugo que a veces lo subestima. Tiene vida efímera el lagarto. Llegan otros que los desplazan porque son más alcahuetes, callan travesuras, y saben elevar el mercurio de las ilusiones a niveles aéreos.
Cansan estos pedazos de alcornoque. Fatigan sus elogios, molestan sus ditirambos azucarados, hartan sus lacayismos incondicionales. Igual que a las mujeres bellas, les pasa su cuarto de hora. Se transforman en unos tediosos insoportables. Destripan a quien servían, lo motejan de ingrato y no disimulan sus impotentes rabias rencorosas. Esas “islas de los lagartos” que afloran en las historietas de Don Quijote, a donde debían ir los malos trovadores, no debieran dar albergue a poetas de poca monta, sino a estas insufribles alimañas que apestan en la política.
Qué aburrimiento estar al lado de un lagarto. Es un personajillo que jamás conjuga verbos en primera persona, sino que los pluraliza para buscar éxitos en las revolturas. Su palabra es venenosa y esconde una daga para sacrificar a quien sirvió. Es un Judas que abandona el festín para vender a su tutor por míseros denarios.
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