“Formo parte del paisaje de Francia” dijo de sí, Francois Miterrand en su libro “Aquí y Ahora”. Esa frase la podemos trasladar a cada uno de nosotros. Desde el peón de alpargatas remendadas, hasta el presidente de la República, todos somos parte de la gran acuarela nacional. Querámoslo o no, ocupamos un espacio, tenemos un cerebro y propia plataforma de vida. Nos estimula un propósito lontano. Nos revolcamos en las pocilgas, o el Norte que nos incita tiene el nivel de las estrellas. Actuamos, o nos reemplazan mientras permanecemos estáticos como marmotas. Coronaremos quimeras como Don Quijote a horcajadas de Rocinante, “lanza en astillero” o seremos utilizados por los que, freno atascado, hunden los espolines en nuestros ijares.
Un chilguete negro enluta el paisaje de los Estados Unidos. Ha muerto el senador John McCain. Era “el republicano rebelde” que en el 2008 pisó la última grada para ser presidente. Obama lo derrotó. Tenía imagen. Combatiente en la guerra de Vietnam, prisionero por 5 años, torturado, fracturados sus brazos, invocó el suicidio como desesperada solución. Recuperó la libertad y se incrustó como columna vertebral en la política de su país.
Carlyle en “Los Héroes”, escribió una frase de antología: “La historia del mundo no es sino la biografía de los grandes hombres”. Repasemos: ¿Francia sin Napoleón? ¿Argentina olvidando a San Martín? ¿La libertad de media América sin Bolívar? ¿Colombia sin Rafael Núñez, Miguel Antonio Caro, Laureano Gómez, Mariano Ospina Pérez, sin Gaitán? ¿Caldas sin Gilberto Alzate, Fernando Londoño, Silvio Villegas, Otto Morales, Ómar Yepes o Rodrigo Marín? Conclusión: la historia la hacen los que, como seres humanos, cubrieron rutas de gloria. Para colmar esos simbolismos Napoleón murió en el ostracismo en la peñascosa isla Santa Helena. Bolívar, denigrado por sus enemigos, agonizó en San Pedro Alejandrino. Alzate se hundió “como un barco con las luces prendidas” en una clínica. Uribe Uribe macheteado en las gradas del Capitolio. Jorge Eliécer Gaitán asesinado en Bogotá. Otros como Ospina, dos meses antes de su muerte, estuvo predicando en Anserma. Misael Pastrana, como jefe del Conservatismo, reunía los parlamentarios una semana antes de expirar, para impartir consignas. Luis Carlos Galán sacrificado en una manifestación pública. Álvaro Gómez Hurtado cazado por los criminales cerca de su Universidad Sergio Arboleda.
Volvamos a la imagen. “Vale más que mil palabras”. En la vida pública es casi todo. Vende. McCain era un mono de mirada profunda, con pómulos compactos, mentón rígido y manos torpes porque le fueron quebradas en la cárcel vietnamita. Carácter recio. De opinión rotunda, obsesivo en sus propósitos. Su voz en el Senado americano pesaba más que los aspavientos de los demás legisladores.
Hacía política con ideales. Lo suyo era de símbolos, himno y bandera, más la potencia de unos principios convertidos en vademécum de su partido. Sabía con lógica apoderarse del cerebro de sus electores, y los conmovía con un buen arsenal de emociones. Como buen orador, convencía y conquistaba seguidores. Hacía política con dirección histórica. Nadie lo desbancaba del senado en donde era inteligencia pensante; galvanizaba para reactivar voluntades dormidas y sacudía perezas para conquistar objetivos. Su visión era profunda para henchir de orgullo a sus compatriotas que, entonces como ahora, comandan los destinos de la humanidad.
Proyectaba, predicaba, realizaba, era un hortelano ideológico. Tenía la terquedad de los caudillos. Señalaba objetivos, los hacía posibles, los buscaba y coronaba. No entendía la política como una entelequia de faroleros, sino como una misión sagrada. Trabajaba, pensaba mejor y era paciente para esperar resultados. Utilizaba el vocabulario para sembrar certidumbres. Además tenía aureola de héroe. Simbolizó a los Estados Unidos. Fue su conciencia y su voz. Cuando, muy joven, lo necesitó su patria, comandó aviones de guerra y puso su vida en peligro. Era arriesgado y valeroso. De él aprendimos que los marasmos transitorios, los tiempos tumultuosos que enloquecen brújulas, ponen a flote los líderes. Bien sabemos que, cuando menos se espera, surge un brioso paladín que pone a relucir ideales y es capaz de congregar vasta opinión en torno suyo.
McCain dejó enseñanzas. La política es una faena romántica, más para poetas que prosistas. Hay que tener un tizne de locura, algún desarreglo mental para circuir la vida de contradictores, dar batallas inútiles, poner en la picota la honra personal, padecer en silencio la hiel de las derrotas, ver impasibles el derrumbe de los castillos, sentir la desbandada de los “amigos” y empezar de nuevo a llenar la estancia con los hijos pródigos. Caso curioso: a McCain nunca lo abandonaron los electores.
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