Expresar que se hace el amor cuando la pareja tiene relaciones íntimas, es una hermoso artificio literario para ennoblecer el encuentro de dos ansiedades que, mediante la cópula, descargan el mutuo imán que las anilla. Schopenhauer en el opúsculo “El Amor” expresa que esta pasión “hace del hombre honrado un hombre sin honor, del fiel en traidor”. Agrega que lo esencial en el amor es “el goce físico”.
Es loable el desbroche de unos escritores para manejar picardías literarias sobre los entretenimientos fornicadores. Afinan la fantasía, culebrean con la pluma, rebuscan en los pajonales del idioma palabras incitadoras para armar relatos libidinosos. En esta columna haremos un paseo, con muchas comillas, sobre los tanteos prosísticos de quienes ofician en el altar de Eros.
Ovidio en “Las Metamorfosis” se entretiene contando cómo Júpiter conquistó la ninfa Calisto. Viola paseándose por una pradera de nubes, angosta la cintura, bailable el pináculo de los senos, carnosos los labios, vestida de un azul transparente. Lo enloqueció su belleza juvenil. El rey de los cielos parnasianos, desnucador de jovencitas inexpertas, se metamorfoseó como una diosa cazadora “se reclinó junto a ella y la abrazó, besándola con besos que no parecían de virgen a virgen -de Diana a Calisto- sino de macho a hembra. Entrelazados se revolcaron… Alguna resistencia hizo ella mientras murmuraba: Ojalá te hallaras aquí ¡Oh, Juno! porque tal vez tu presencia moderase a este violador”. De ese apetito voraz de Júpiter por la núbil coqueta, nació un bastardo nueve meses después.
Saramago en el “Ensayo sobre la ceguera”, monta una película de rápidos episodios. Así vagabundea con su fantasía: La turista “entró y apretó el botón del tercer (apartamento), es aquí, llamó discretamente a la puerta, diez minutos después estaba ya desnuda, a los quince gemía, a los dieciocho susurraba palabras de amor que ya no tenía necesidad de fingir, a los veinte empezaba a perder la cabeza, a los veintiuno sintió que su cuerpo se desquiciaba de placer, a los veintidós gritó, ahora, ahora, y cuando recuperó la consciencia, dijo, agotada y feliz, aún lo veo todo blanco”.
En “La fiesta de la insignificancia” de Milan Kundera hay un maluca descripción del acto sexual. El texto es áspero, descarnado y rudo. “Alain imaginó a su padre encima del cuerpo de su madre. Antes del coito, ella le había avisado: “No he tomado la píldora, ve con cuidado”. Él la tranquilizó. Ella se entrega sin desconfianza, pero cuando percibe en el rostro del hombre que el gozo se acerca, que ya viene, que crece, ella se pone a gritar “Cuidado. ¡No, no, no quiero! ¡No quiero! pero la cara del hombre se pone cada vez más roja, roja y repugnante, ella rechaza ese cuerpo que pesa, que la aprieta contra él, ella se debate, pero él la abraza aún más fuerte y entonces ella comprende que en él no hay la ceguera de la excitación, sino una voluntad, una voluntad fría y premeditada mientras en ella lo que hay es más que la voluntad, es odio, un odio tanto más feroz cuanto que ha perdido la batalla”.
“Pedro Páramo” es la obra cumbre de Juan Rulfo. Con artístico primor maneja la intimidad. “-¿Qué es lo que dice, Juan Preciado? -Dice que ella escondía sus pies entre las piernas de él. Sus pies helados como piedras frías y que allí se calentaban como en un horno donde se dora el pan. Dice que él le mordía los pies diciéndole que eran como pan en el horno. Que dormía acurrucada, metiéndose dentro de él, perdida en la nada al sentir que se quebraba su carne, que se abría como un surco abierto por un clavo ardoroso, luego tibio, luego dulce, dando golpes duros contra su carne blanda, sumiéndose, sumiéndose más, hasta el gemido...”.
Tuvo obsesión García Márquez por las prostitutas. Las jineteó cuando era un periodista de provincia que salía de la sala de redacción entre la una y tres de la madrugada, sin un céntimo en el bolsillo, a mendigar una cama gratuita donde las damiselas, previa lujuriosa equitación. Por todos sus libros se pasean las vampiresas. En “Vivir para Contarla” narra en prosa pegajosa su hazaña con una mujerzuela de burdel. “-Así que tú eres hijo del doctor de los globulitos- me dijo, mientras me toqueteaba por dentro del pantalón con cinco dedos ágiles que se sentían como si fueran diez. Me quitó el pantalón sin dejar de susurrarme palabras tibias en el oído, se sacó la combinación por la cabeza y se tendió bocarriba en la cama con solo el calzón de flores coloradas. -Éste sí me lo quitas tú -me dijo-. Es tu deber de hombre. Le zafé la jareta, pero en la prisa no pude quitárselo y tuvo que ayudarme con las piernas bien estiradas y un movimiento rápido de nadadora. Después me levantó en vilo por los sobacos y me puso encima de ella al modo académico del misionero. El resto lo hizo de su cuenta, hasta que me morí solo encima de ella, chapaleando en la sopa de cebollas de sus muslos de potranca”.
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