La historia es antigua. Jesús multiplica los panes y los peces para sus discípulos con apremios estomacales.
Narra Indro Montanelli en su libro “Historia de Roma” cómo Coriolano, que era un patricio influyente, se oponía a que “el gobierno hiciese una distribución de trigo al pueblo hambriento”. Afirma también que las legiones de César estaban acostumbradas a una dieta de pan y legumbres y en una carestía de trigo “se quejaron de verse obligados a comer carne”.
Resalta Joachim Fest en su libro “Hitler” que el “trigo y la madera” fueron vocablos esgrimidos por el fuhrer para justificar su expansión guerrera. Hitler dijo: “Yo no puedo aceptar, tranquilamente, que el pueblo pase hambre”.
Disraeli que tenía una clínica percepción olfativa, cuando buscó su elección al parlamento por fuera de los partidos, demandó el favor de los electores: “…preguntarán ustedes que el pan siga tan caro. ¡No! Pero es preferible tener pan caro a no tener ninguno”.
Expresa Lamartine en la “Historia de los Girondinos”: “…los soldados pasaban a veces tres días sin pan. Las murmuraciones asediaban los oídos del general, (Demouriez) que tenía la habilidad de convertirlas en chanzas. “Ved a los prusianos, -les decía- ¿no son más dignos de lástima que vosotros? Ellos tienen que comerse sus caballos y vosotros tenéis harina. Haced galletas y sazonadlas con la libertad”.
La falta de comida atizó el conflicto revolucionario. De las bocas cargadas de agria saliva salían vociferaciones desesperadas, y las familias aturdidas con los estampidos de la guerra, se lanzaban a las calles exigiendo la provisión de alimentos. Las desgracias se juntaron. Los diluvios inundaron los campos y los labriegos atónitos se pasmaron ante la naturaleza hostil. El mojado furor de la estación invernal sirvió de pábulo a los Marats que, con arengas rabiosas, fomentaban la anarquía. La temperatura bajo cero, había pasmado el trigo y frustrado la cosecha. Esas concomitancias negativas no las entendía el pueblo y con alaridos irracionales clamaba por el sustento. El clamor de la barriada era un argumento emotivo contra el rey, a quien señalaban de insensible, lejano a las precarias condiciones de los pobres. La tensión social era insoportable. En los sitios públicos se formaban corrillos alborotados por los demagogos de las barriadas que pintaban con acuarela apocalíptica la carencia de comestibles. El hambre cargó las gargantas de dicterios y fanatizó los reclamos. Exigían leña y pan.
Lamartine escribió: “Crecía diariamente una lucha violenta entre el pueblo bajo de París y el comercio al menudeo. El odio contra los especieros, expendedores de los consumos diarios de las masas, había llegado a ser tan ardiente y sanguinario como el que se profesaba a los aristócratas. Las tiendas estaban sitiadas por tantas imprecaciones como los palacios; los continuos motines a las puertas de los panaderos, de las tabernas y de los especieros, impedían el paso de las calles. Las turbas hambrientas, a cuya cabeza iban mujeres y niños, muestras de la miseria, salían todas las mañanas de los barrios populosos y de los arrabales para diseminarse por los barrios ricos, y situarse delante de las casas donde había sospecha de que se guardaba el grano. Estas bandas rodeaban la Convención y hasta forzaban algunas veces las puertas para pedir a grandes gritos pan, o la rebaja violenta del precio de los géneros. Las legiones de mujeres que habitan las orillas y los barcos del río, y ganan su vida y la de sus hijos en lavar la ropa de una gran ciudad, venían a intimar a la Convención que bajase el precio del jabón, elemento indispensable de su profesión, el del aceite, de las velas y de la leña necesaria para su uso”.
La carencia de alimentos rompe diques de acero. Su tromba es incontenible. Si el pan no llega oportunamente al pueblo, éste se desborda en conductas tenebrosas, olvida principios, mancilla reglamentos, alza con fiereza sus brazos, vomita palabras atroces y se convierte en sujeto activo de una incontenible delincuencia. El hambre acaba con el raciocinio, al cuerdo lo enloquece, empuña la mano con furor irreprimible, y el desvalido irrumpe como un troglodita. El famélico es el partero de las revoluciones.
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