Hemos leído la antología de prosas salidas de la fecunda pluma de Tomás Calderón. Escondió su nombre bajo el seudónimo Mauricio. Hoyos Editores, con esta publicación, ha vitaminizado el cerebro de Colombia. Cuánta salud mental le reportaría al país si esta obra tuviera masificada divulgación.
Se nos había olvidado su nombre. Por los años 50 del siglo pasado, apenas bachiller, nos engolosinábamos con su columna en nuestro diario LA PATRIA. No teníamos (no tenemos) madurez conceptual para apreciar la deleitosa cantera de su estilo, ni la sorpresiva arquitectura de sus escritos. Con Luis Yagarí conformaba un dueto de aguda inteligencia, éste zumbón y pícaro y Mauricio divagador y poético. Leerlos era el mejor condumio en esas mañanas de afanes estudiantiles.
En las empolvadas trastiendas del recuerdo, Tomás Calderón, como literato, ya no existía. Ciudadano ilustre de Salamina, sí; patriarca con descendencia importante, también. Pero ¿intelectual? Al mencionarlo, con tantos almanaques de por medio, diluíamos su nombre como pastoso gacetillero de poca monta. Por eso, con pereza y desconfianza iniciamos el ojeo de su libro. Pero ¡oh sorpresa! ¡Qué pluma de asombro! Calderón es un pensador con ribetes de filósofo, un prosista entorchado de poesía, un acuarelista que se enguaca en el esplendor de la naturaleza para parir metáforas borrachas de colores.
Le abre boquetes a la imaginación. Este lírida de las bellas prosas, intuye “el dolor de los caminos”. En el comentario sobre la muerte de “Rosalía Mendoza, la gitana” dice: “tuve la impresión de que se moría el alma de un camino” y medita: “los caminos también se mueren”. Deja el cadáver de la gitana en el cementerio con esta lápida mental: “Aquí yace un camino”. La meditación es obvia: los caminos imaginariamente son seres vivientes por donde se peregrina con vocación de lejanías, les palpita el corazón y sienten, son alegres cuando se dan los primeros pasos, se entristecen cuando la fatiga vence al itinerante y como todo ser viviente, extenuados, fenecen. Esto es lo que nos ha enseñado el filósofo Tomás Calderón.
¡Los caminos! Qué es la vida sino una trocha bordeada de zanjones, con desfiladeros sombríos y claraboyas de luz, de pronto túnel que finaliza en trasiegos de néctar. Caminamos. Unos con estrella en la cúspide, éstos menudeando ensueños, todos macerando los pies tras una ilusoria tierra prometida. Hay que ser poeta, rumiador quimérico, masoquista alegre, como Mauricio, para ahondar con reflexión insistente sobre la melancolía que bruñe los paisajes. Encontrar zumos durmientes para las molicies y otra vez elixir para proyectar empeños que no claudican.
Cuando hace referencia al solitario Miguel Ángel Asturias, expresa: “Hay personas a quienes se les oye el silencio”. ¿No es ésta una metáfora sublime? Ese contraste hermoso entre oír y callar ¿no es la síntesis de un retruécano impactante? Con estímulo que hurga, elabora fantasías: “Fijaos bien en lo que la luna hace por esos barrios, todo lo transforma y es como un niño que dibuja cosas disparatadas. Alarga las puertas, abaja las fachadas, desbarata las cúpulas, levanta las ventanas. Los entejados hacen correr por el empedrado largas curvaturas. Algunos edificios parece que se van a caer, porque la luna les quita la ley arquitectónica, dejando una parte en sombras y otra iluminada. Por el asfalto se anuncia un arabesco de ventanales y en esas calles donde no ha entrado la luna ni hay luz eléctrica, los pasos de alguno que camina detrás de nosotros, nos hace mirar con recelos pensando en asaltos novelescos”.
“Vivía su yo intensamente”. En tan cortas palabras Pedro Felipe Hoyos sintetizó todo lo que fue este personaje multiforme. Augusto León Restrepo en lúcido exordio, cita sus proféticas palabras: “Esta es la paz: lo que les hace falta a los colombianos es una casita propia, un jardín, un tiple, un perro, un poco de fe en Dios y un chorro de agua en el barranco familiar: un chorro de agua que amanezca cantando, pero que no sepa de periódicos ni de radiolas”. Fernando Alonso Ramírez hizo una bien lograda sinopsis. Así lo valoró: Es “el primer periodista ciento por ciento de estas tierras”.
“Yo siento en mí un impulso atávico terrible”. Desconocemos los genes de Tomás Calderón. No parecen campesinos. Tampoco militares. Menos de elitismo embalsamado. Los indicios delatan un hombre hecho a sí mismo, a pulso, con academia propia, hormiga literaria que construyó elaborados socavones de sabiduría, ya como poeta o prosista experto en multicolores acuarelas. Es tan grato su estilo, enseña tanto, se diluye en prosas tan perfectas, que puede ingerirse a sorbos, paladeándolo lentamente, regustándolo para navegar con él en barcazas ligeras por los ondulados mares de la utopía.
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