Daniel Echeverri Jaramillo fue poeta. Era además un personaje peculiar. Tímido, de caminar ladeado, con bailoteo de dedos inseguros, escondido entre penumbras por su innata modestia. No fue frentero. Su personalidad rehuía los reflectores. Lo suyo era el recato y la meditación.
Tenía cabeza para la tonsura, manos delicadas para las ostias, tono de voz para los cantos gregorianos. Buscaba el refugio de las sombras. Paseaba con lentitud pensante, ensimismado, como de viaje hacia refugios etéreos. Los sueños se aposentaban en su cerebro, con un misticismo tan suyo, que cohabitaba con un Baco no alcohólico, sino en permanente embriaguez de metáforas.
Rara personalidad la suya. Cuando tenía que contrapuntear en el diálogo, era diserto, hábil y recursivo. Polemista macizo. Cuando se sumergía en los brumosos territorios del Olimpo, convertía su boca en cascada de bellezas palpitantes. Salamina lo mimó. Fue su alcalde, montó centros literarios en los colegios, y explayaba su verbo en conferencias semanales que le servían de escabel para disparar elucubraciones estéticas.
Trabajó su numen para el recuerdo. Daniel era un lírida de martirios interiores, perseguido por las musas. La hebra de su memoria lo anclaba en los ordeños, en los lánguidos ladridos de los perros a la luna, en los charcos peligrosos en donde chapaleó, y en los alazanes que upó con temeraria irresponsabilidad. Parece que fue travieso. Enamoró campesinas, fue guapo en fondas camineras, y corrió copas con los aldeanos. Increíble. La cultura lo transmutó en cachaco angustiado, y en asambleas con sus hermanos procuraba no ser vistoso, sino sumiso y recogido.
Tenía anzuelo mental. Pescaba temas para sus metafísicas. Por ejemplo, su ingenio tomaba pista en la mañana brincona, en la pesadez de la tarde, en la filosofía del olvido, en las muñecas de cuerda y los coleópteros zumbones. Su plectro era selectivo, más razonador que sentimental. Daba la sensación de ser un constructor de alegorías, y para lograrlas, estrujaba los talentos que Dios le regaló. Hermosamente dijo de sí: “Fui árbol, piedra, río, y un puñado de sal”. Detestaba la poesía moderna que para él era “una orquesta de cacerolas”.
Avaro en poemas sobre el amor, aunque fue pillado en disimuladas pilatunas que lastimaron su corazón. Una mujer joven lo asediaba. Tiritaba de vergüenza porque delataba sus travesuras de faldas. Abandonaba sigilosamente a sus amigos, y en un extramuro dialogaba con la intrusa que le reclamaba unos pesos para alimentar el niño. A Daniel también lo atormentó el sexto mandamiento.
Era silencioso. Prefería el recogimiento casero, el cilicio de las introversiones, a los baturrillos populares. Leía, escribía y pulía, dormitaba en torre marfileña y al despertar de sus quimeras paría versos a granel.
También fue músico sin fanfarrias. Una invisible orquesta le hacía oír melodías acompasadas. Esos ritmos que le llegaban por una inalámbrica telepatía, en estrofas eran convertidos. En sus engalanadas pasarelas suenan tamboriles, menudean las ocarinas, y las teclas de un piano impalpable le concitaban estímulos creadores.
Manejaba los símbolos. Era idealista. Cuidaba las palabras con escrúpulo y las mimaba. Les tenía nichos para reverenciarlas.
Daniel Echeverri tiene biógrafo. Así como José Miguel Alzate oficia sabias misas laicas para ponderar la vida y las gestas de García Márquez, Héctor Cataño Trejos, pedagogo eminente, rastreó por varios quinquenios la vida y milagros del vate salamineño. Primero en “El Coro de las Sombras” y ahora en “Poesía. Ensayos. Crónicas” hizo un trabajo de envidiable dimensión intelectual.
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