El antioqueño municipio de Amagá está preñado de minas de carbón. Sus laderas son verdes con ondulación de mar. La plaza pública tiene un suave desnivel. El clima es grato y la población urbana corretea por sus calles afanosamente.
“Allá nació Belisario. Esa vereda se llama El Morro de la paila”. El guía señala, lejos, un ameno declive con una vacada de ubres ostentosas. Es de presumir que bajo esa tierra existan negros socavones que algún día serán despedazados para convertirlos en materia prima de las fraguas. El monitor se emociona cuando habla de su paisano presidente. Recuerda que en su infancia utilizaba pitas largas para hacer malabarismos con los trompos, o estaba provisto de caucheras homicidas para sorprender en los matorrales a las tórtolas. También narra otras croniquillas que dan salero a la biografía de su ilustre coterráneo. Dice que era paupérrimo, que ni siquiera tenía cotizas. Sus pantalones cortos eran un mapamundi de remiendos y su cara pálida, posiblemente por las hambrunas acumuladas. Afirma que dualizaba el aprendizaje con el arreo de mulas. En los inviernos, hijueputeándolas y embarrado hasta la coronilla, hacía demostración de su habilidad para los descargues de los bultos, la ligereza en la manipulación de los rejos, y otra vez en el amarre del bastimento para regresar a la falda en donde estaba el rancho de su hogar. Finalmente -agrega- terminó sus estudios de primaria, se desapareció de Amagá y pocos años después regresó como doctor y político.
Se conocen sus penurias para terminar la secundaria y coronar su ambición como abogado. El infortunio lo apretó. Lo discriminaron socialmente por no encajar con la holgura económica de sus compañeros, lo menudearon, y él, silenciosamente, aguantó la marginación, pero a todos superó en inteligencia y obstinación intelectual. Leía con voracidad. Es verídico que debió dormir en la Plaza de Berrío de Medellín bajo la sombrilla de los árboles, con sus libros como almohada. Tan pobre era. Vidas ejemplares, la de Belisario hijo de labriego y Marco Fidel Suárez, sin padre conocido, con madre lavandera. Ambos ¡antioqueños de fábula! fueron mandatarios de Colombia.
¿Cuáles fueron sus zarpazos moceriles? Se hizo abrir las puertas de la democracia. Diputado, representante a la Cámara y en un santiamén, senador. En Medellín se publicaba un polvorín azul: “La Defensa”. Betancur fue su director. Saltó a Bogotá y tuvo responsabilidades en la orientación ideológica del matutino “El Siglo”. Repudió el gobierno de Rojas Pinilla e hizo parte del “Batallón Suicida” grupo beligerante que combatió sin miedo al dictador. Fue ministro y embajador y por último Presidente.
Era inmenso su bagaje cultural. No tronaba en los balcones. Columpiaba las palabras como en un bailoteo de garrucha, las balanceaba, las acariciaba antes de pronunciarlas, al principio con énfasis disminuido y después con tono confesional para persuadir. No era orador clásico de penacho indócil, ni tampoco tenía la frialdad del expositor. Como tribuno era bisexual.
Fue periodista. Con Otto Morales Benítez, su coetáneo liberal, alimentó una página universitaria en “El Colombiano”. Después, con fusil dialéctico al hombro, montó botafuegos cavernícolas que desde La Montaña disparaba diariamente, en prosas cerriles, contra los adversarios. Fue radical como parlamentario. Visitó como preso las cárceles bogotanas por su agresividad contra el régimen militar. Cuando era ministro del Trabajo, fue suya una decisión polémica. Autorizó a los obreros de una fábrica antioqueña para que tomaran su dirección. Tuvo mano firme para superar el funesto impacto de la toma del Palacio de Justicia por el M-19. Igualmente con entereza ejecutiva enfrentó la avalancha de lodo que sepultó el municipio de Armero y la inesperada crisis del sistema bancario. Supo gobernar.
Fue versificador. Viajó por el mundo husmeando librerías para avituallar su biblioteca que después como un suicida regaló. Lloró cuando de su apartamento bogotano salían las cajas en dirección a Medellín. Escribió libros. Su vena era social, muy cercano al pobre. La temática de sus obras tenía que ver con el hambre, los destechados y los carentes de educación.
Era aguardientero. Le atraían las fondas adornadas con enjalmas y las pailas de los trapiches con sus burbujas de miel. Empujaba carros cuando se atascaban y en sus bohemias le daba solaz a su nostalgia con la quejosa canción “Desde que te marchaste”. Nunca se supo qué morriña recóndita atormentaba su corazón.
Hace pocos meses publicó “Canoa” para lucir, una vez más, alcurnia intelectual. Este fue su testamento antes de morir.
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