Se coparían miles de bibliotecas con los libros que se han escrito sobre Napoleón Bonaparte, nacido en Córcega y muerto en Santa Elena. Tiene tantas facetas este semidios, fue tan precoz la demostración de sus talentos, que la mente queda indecisa para elegir los abordajes en torno de su personalidad, torrencial en hazañas, pródiga en realizaciones y finalmente cruel en la recta final de su existencia. Muchas biografías han recorrido el mapamundi de su hado proceloso que le marcó una elipsis de mimos y, por último, de abandono en una isla rocosa lacerada por las ventiscas del océano. Max Gallo (835 páginas) hace un fastuoso recuento novelado de sus legendarias odiseas. Jacques Bainville (492 páginas) pormenoriza sus gestas con aguda sutilidad. Emil Ludwig (461 páginas) es el autor de una magnífica biografía, erudita y perfecta, de impactante hondura psicológica. André Maurois (187 páginas), literato y poeta, publicó una semblanza sosa sobre el genio. Henri Troyat (204 páginas) se inventó un entretenido monólogo de la duquesa Ana Pavlovna, hermana del Zar Alejandro de Rusia, elegida por Napoleón para un eventual matrimonio. Finalmente sus cartas (307 páginas) son un mosaico sentimental y lúcido, de introversiones dolorosas, con pergueños pedagógicos para un buen gobierno, como lo hizo Don Quijote con Sancho Panza cuando fue enviado a tomar posesión como gobernador de la Ínsula Barataria.
Muchas esquelas fueron remitidas por Napoleón a Josefina, su mujer, desde los estremecedores campos de guerra. ¡Qué ironía! Mientras el corso, convulsionado su corazón, estaba inmerso en las trincheras decidiendo combates y poniendo en peligro su vida, ella hacía nocturnos relevos de mancebos. Era insaciable para fornicar. Hay una decepción peor. El jupiterino Emperador de Europa, vértice único de Francia, se resignaba a sus engaños, la perdonaba, y se postraba ante la infiel. ¡El amor abate reyes, convierte en piltrafas humanas a los potentados de la tierra!
Desde los campos de guerra le escribe el 14 de marzo de 1796: “Eres el constante objeto de mi pensamiento; mi imaginación se consume en averiguar lo que haces. Si te veo triste, mi corazón se desgarra y mi dolor aumenta”. El 24 de abril del mismo año, le suplica: “…tú vas a venir ¿verdad? ¿Tú vas a estar aquí, a mi lado, contra mi corazón, en mis brazos? ¡Toma alas, ven, ven!”.
Napoleón estaba idiotizado por Josefina. ¡Cómo sería de fiera esta mujer debajo de los edredones, qué malabarismos asombrosos, qué terremotos provocaría con su pasión bravía! De ese tenor son todas las misivas que enviaba el desesperado córcego.
¿Cartas de amor inolvidables? Las de Bolívar, Kafka, Neruda, Gabriela Mistral, y hay una sublime de Manuelita Sáenz a su marido James Thorne. Es una joya. Leámosla: “No, no y no; por el amor de Dios, basta. ¿Por qué te empeñas en que cambie de resolución? ¡Mil veces no! Señor mío, eres excelente, eres inimitable. Pero, mi amigo, no es grano de anís que te haya dejado por el general Bolívar: dejar a un marido sin tus méritos no sería nada. ¿Crees por un momento que, después de ser amada por este general durante años, de tener la seguridad de que poseo su corazón, voy a preferir ser la esposa del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo o de los tres juntos? Sé muy bien que no puedo unirme a él por las leyes del honor, como tú las llamas, pero ¿crees que me siento menos honrada porque sea mi amante y no mi marido? ¡Oh! No vivo para los prejuicios de la sociedad que solo fueron inventados para que nos atormentemos el uno al otro. Déjame en paz, mi querido inglés. Déjame en paz. Hagamos en cambio otra cosa. Nos casaremos cuando estemos en el cielo, pero en esta tierra ¡no! ¿Crees que la solución es mala? En nuestro hogar celestial, nuestras vidas serán enteramente espirituales. Entonces todo será muy inglés, porque la monotonía está reservada para tu nación (en amor, claro está, porque sois muy ávidos para los negocios). Amas sin placer, conversas sin gracia, caminas sin prisa, te sientas con cautela y no te ríes ni de tus propias bromas. Son atributos divinos, pero yo, miserable mortal que puedo reírme de mí misma, me río de ti también, con toda esa seriedad inglesa. ¡Cómo padeceré en el cielo! Tanto como si me fuera a vivir a Inglaterra o Constantinopla. Eres más celoso que un portugués. Por eso no te quiero. ¿Tengo mal gusto? Pero basta de bromas. En serio, sin ligereza, con toda la escrupulosidad, la verdad y la pureza de inglesa, nunca más volveré a tu lado. Eres católico, yo soy atea y eso es nuestro gran obstáculo religioso, quiero a otro y esto es una razón mayor y todavía más fuerte. ¿ Ves con qué exactitud razono? Siempre tuya, Manuela”.
Hay infinidad de cartas de amor de empenachados seres humanos desgonzados ante el altar femenino. Con objetiva responsabilidad intelectual se puede afirmar que ningún vate ha superado las prosas inmarcesibles de Silvio Villegas enviadas a una mujer incógnita de Manizales, recopiladas en el libro “El Hada Melusina”.
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